Marco Tulio Cicerón ha pasado a la historia por su defensa de los valores de la República romana y su crítica a Julio César, a quién veía como un tirano. Esos ideales le costaron la vida cuando, tras el asesinato del dictador en el año 44 a.C., Marco Antonio se hizo con el control del Senado y desató una purga entre sus enemigos. Al año siguiente, dos sicarios del antiguo lugarteniente de César asesinaron al viejo político republicano y le cortaron la cabeza y las manos para exhibirlas en los Rostra.
El viejo orador regresa a Roma
En 48 a.C., Cicerón, de casi 60 años –edad en la que a ojos de los romanos un hombre era ya un anciano– estaba convencido de que su carrera política había llegado a su fin. Lejos quedaban sus días de gloria como abogado y azote de políticos corruptos y de enemigos del Estado, como Catilina, el patricio cuya conspiración había desenmascarado ante el Senado quince años antes. Había asistido impotente al ascenso de Pompeyo y Julio César, generales y jefes de partido que acabarían enzarzados en una guerra civil para alcanzar el poder. Cicerón criticó a ambos, sobre todo a César, por sus ambiciones casi monárquicas, contrarias al viejo ideal republicano que él mismo defendía. Tras la victoria de César sobre su rival, el orador regresó a Roma, pero apenas participó en la vida política: si en algún momento creyó que César podía restaurar la República, la realidad de los hechos desvaneció cualquier esperanza a medida que el dictador fue acumulando en su persona un poder casi absoluto.
El ostracismo político de Cicerón coincidió también con un momento personal difícil. Al poco de su regreso a Roma, a comienzos de 46 a.C., se divorció de su esposa Terencia tras treinta años de matrimonio. La mujer había dilapidado gran parte de la hacienda familiar en dudosas inversiones, lo que llevó a Cicerón a contraer un nuevo matrimonio con Publilia, una joven de buena familia de la que, sin embargo, se divorció a los seis meses. Por si esto fuera poco, a mediados de febrero del año 45 a.C., murió su hija Tulia, que acababa de divorciarse de Dolabela, un estrecho colaborador de César, y había dado a luz en enero a un hijo que también moriría poco después. A consecuencia de todos estos hechos, Cicerón cayó en una grave depresión.
Demasiados sinsabores y desgracias, que el viejo senador intentó superar, como en otros momentos de su vida, refugiándose en sus aficiones literarias. Cicerón se entregó a una actividad frenética y absorbente a la vez, ocupado en la redacción de algunas de sus obras retóricas más importantes (Bruto y El orador, por ejemplo) y, sobre todo, acometió el ambicioso proyecto de presentar la filosofía griega en latín y de forma accesible al público romano.
Mientras Cicerón se encontraba recluido en sus fincas de Astura, Túsculo, Puteoli o Arpino, un grupo de conjurados organizaba el atentado que costaría la vida a Julio César. Pese a que estaban estrechamente unidos al orador –muy especialmente Marco Bruto, sobre quien Cicerón había ejercido una decisiva tutela intelectual–, no le informaron de sus planes, quizá porque sabían de su carácter dubitativo y su renuencia a acometer acciones violentas. Cicerón estaba presente en la sesión del Senado de los idus de marzo del año 44 a.C. en la que César fue asesinado a puñaladas. Su reacción fue una mezcla de sorpresa y horror, pero también de alegría contenida: en su correspondencia privada y en los discursos que después dirigirá contra Marco Antonio –las Filípicas–, el orador manifestó su orgullo por que Bruto, al levantar el puñal que había clavado en el cuerpo de César, gritara el nombre de Cicerón como invocación por la libertad recuperada.
Guerra contra Marco Antonio
La alegría indisimulada de Cicerón por la muerte de César fue fugaz, pues fue Marco Antonio quien acabó controlando la situación en Roma: en las honras fúnebres del dictador inflamó a la muchedumbre y la lanzó contra los asesinos de su líder. Temiendo por sus vidas, Bruto y Casio abandonaron Roma.
Cicerón, obligado también a dejar la ciudad, lamentó en tonos cada vez más amargos la inactividad de "nuestros héroes" –los conjurados–, su falta de decisión desde el día mismo del asesinato de César, su incapacidad para enfrentarse a Marco Antonio y su falta de planes para el futuro. En cambio, él no estaba dispuesto a rendirse. Convencido de que se dirimía la supervivencia misma de la República, decidió erigirse en el líder del Senado en una lucha a muerte contra Marco Antonio. Como si no tuviera ya nada que perder, frente a las dudas y falta de decisión en otros momentos de su vida, Cicerón se mostró en todo momento implacable con Antonio y abogó por acciones mucho más drásticas y violentas que los propios cabecillas de la conjura, quienes, a juicio de Cicerón, habían actuado con el valor de un hombre, pero con la cabeza de un niño.
Convencido de que la supervivencia de la República estaba en juego, Cicerón se erigió en el líder del Senado en su lucha contra Marco Antonio
Aun así, cuando poco después Décimo Bruto, otro de los conjurados, desafió a Antonio desde la Galia Cisalpina, poniendo a los romanos ante la amenaza de una nueva guerra civil, Cicerón tuvo un momento de desfallecimiento. Todo le parecía perdido; la República –confesaba en una carta a su amigo Ático– era "un barco completamente deshecho, o mejor, disgregado: ningún plan, ninguna reflexión, ningún método". Desesperanzado, decidió abandonar Italia y dirigirse a Grecia. Pero no llegó a realizar este viaje, pues un inoportuno temporal lo impidió cuando ya había embarcado.
Entonces Cicerón recapacitó y decidió volver a Roma. Había recibido noticias alentadoras de que la situación estaba volviendo a cauces más tranquilos, pues Marco Antonio parecía dispuesto a renunciar a su exigencia de que Décimo Bruto le entregara la Galia Cisalpina. Además, el orador pensó que, ante la inacción de los conjurados, podría utilizar a un joven de 18 años, recién estrenado en política, como ariete en su enfrentamiento con Marco Antonio.
Octaviano entra en escena
Este joven era Gayo Octavio, nieto de una hermana de Julio César, al que el dictador había nombrado heredero en su testamento. Octavio recibió la noticia del asesinato de César mientras estaba en Apolonia (en la actual Albania), y enseguida emprendió viaje para desembarcar en Brindisi, en el sur de Italia. Una vez allí, intentó ganarse la confianza de los veteranos de las legiones cesarianas, pero también de personajes influyentes como Cicerón. Por eso, en su marcha hacia Roma se detuvo a entrevistarse con el orador en su villa de Puteoli. Allí lo colmó de atenciones, consciente de que su apoyo podía serle útil en sus planes políticos.
Cicerón se sintió halagado al ver a ese joven "totalmente entregado a mí", y se convenció de que podría utilizarlo como freno a la ambiciones de Marco Antonio. Así, cuando se enteró de que, en ausencia de Antonio, Octaviano se había presentado en Roma con los veteranos de dos legiones para hablar ante el pueblo y reivindicar sus derechos, Cicerón se mostró feliz porque, como le cuenta a su amigo Ático, "ese muchacho le ha dado una buena paliza a Antonio". El propio Octaviano lo convenció para que regresara a Roma y, con su liderazgo, encabezase la lucha contra Marco Antonio. Ya en la ciudad, Cicerón aprovechó la marcha de Marco Antonio camino de la Galia Cisalpina para, a través de sus Filípicas, convencer a los nuevos cónsules, Hircio y Pansa, de que le declarasen la guerra abiertamente.
Esta enérgica actitud contrastaba con el deseo de parte del Senado de agotar las vías negociadoras e intentar convencer a Antonio de que abandonase el asedio de la ciudad de Módena, donde Décimo Bruto resistía a duras penas a la espera de las tropas del Senado. Éstas llegaron unos meses después, y en unión con las fuerzas de Octaviano obtuvieron dos victorias decisivas sobre Antonio. Al llegar la noticia se desató la euforia en Roma y Cicerón, el gran vencedor del momento, fue llevado en triunfo desde su casa al Capitolio y desde allí al Foro, a los Rostra, la tribuna de los oradores desde la que se dirigió, exultante, al pueblo romano.
Sin embargo, la alegría de Cicerón fue de nuevo efímera. Marco Antonio logró salvar parte de sus legiones y pronto estableció una alianza con Lépido, gobernador de la Galia Narbonense. Además, Octaviano, en lugar de perseguir a Antonio, decidió reclamar para sí el consulado y, cuando el Senado se negó, no dudó en atravesar el Rubicón, como hiciera su padre adoptivo César, y marchar sobre Roma con sus legiones. Impotentes, los senadores se vieron obligados a claudicar. Cicerón veía cómo de nuevo un jefe militar se aprovechaba del poder de sus tropas para pisotear la legalidad republicana. Además, Octaviano tenía motivos para recelar de Cicerón, pues había llegado a sus oídos que el orador parecía conspirar contra él: "El muchacho [Octaviano] debe ser alabado, honrado y eliminado" (laudandum adulescentem, ornandum, tollendum), decía en privado.
La huida de Cicerón
Abatido y conocedor de que la causa de la República se encontraba ya definitivamente perdida, Cicerón se retiró a sus fincas del sur de Italia. Desde allí contempló, impotente, el acercamiento de Octaviano a Lépido y Marco Antonio y la constitución del denominado segundo triunvirato. Este acuerdo no sólo era un revés político para Cicerón, sino que también lo amenazaba personalmente. En efecto, los triunviros confeccionaron una amplia lista de senadores y caballeros a los que se condenó a muerte y a la confiscación de sus bienes. La sed de venganza hizo que en esa lista no se respetaran siquiera los lazos familiares: Lépido sacrificó a su propio hermano Paulo, y Antonio, a su tío Lucio César. En el caso de Cicerón, fue Octavio quien finalmente cedió ante el vengativo Antonio. Así lo cuenta Plutarco: "La proscripción de Cicerón fue la que produjo entre ellos las mayores discusiones por cuanto Antonio no aceptaba ninguna propuesta si no era Cicerón el primero en morir [...]. Se cuenta que Octaviano, después de haberse mantenido firme en la defensa de Cicerón durante dos días, cedió por fin al tercero abandonándole a traición".
Cicerón se encontraba en su villa de Túsculo acompañado de su hermano Quinto cuando supo que ambos estaban en la primera lista de proscritos. Angustiados, partieron de inmediato hacia la villa de Astura para desde allí navegar a Macedonia y reunirse con Marco Bruto, pero en un momento dado Quinto volvió sobre sus pasos para recoger algunas provisiones para el viaje. Delatado por sus esclavos, fue asesinado pocos días después junto con su hijo. Cicerón, ya en Astura, presa de la angustia y de las dudas, consiguió un barco, pero, después de navegar veinte millas, desembarcó y para sorpresa de todos caminó unos treinta kilómetros en dirección a Roma para volver de nuevo a su villa de Astura y desde allí ser conducido, por mar, a su villa de Formias, donde repuso fuerzas antes de emprender la travesía final a Grecia.
El asesinato
Demasiadas dudas. Demasiado tarde. Al enterarse de que los soldados de Antonio estaban a punto de llegar, Cicerón se hizo llevar a toda prisa, a través del bosque, hacia el puerto de Gaeta para embarcar de nuevo. Los soldados hallaron la villa vacía, pero un esclavo llamado Filólogo les mostró el camino tomado por Cicerón. Era el 7 de diciembre de 43 a.C. Plutarco describió así el momento: «Entretanto llegaron los verdugos, el centurión Herenio y el tribuno militar Popilio, a quien en cierta ocasión Cicerón había defendido en un proceso de parricidio [...]. Cicerón, al darse cuenta de que Herenio se acercaba corriendo por el camino que llevaba, ordenó a sus esclavos que detuvieran allí mismo la litera. Entonces, llevándose, como era su costumbre, la mano izquierda a su mentón, miró fijamente a sus verdugos, sucio del polvo, con el cabello desgreñado y el rostro desencajado por la angustia, de modo que la mayoría se cubrió el rostro en el momento en que Herenio lo degollaba; y lo hizo después de alargar el mismo Cicerón el cuello desde la litera. Tenía 64 años. Por orden de Antonio le cortaron la cabeza y las manos con las que había escrito las Filípicas». Una cabeza y unas manos que Antonio ordenó exponer como trofeos, para que todo el mundo en Roma pudiera contemplarlos, sobre los Rostra, la misma tribuna de los oradores desde la que pocos meses antes Cicerón había sido aclamado por la multitud.
Stefan Zweig, que no sin razón dedica a Cicerón el primero de sus Momentos estelares de la humanidad, concluye su relato de este modo: "Ninguna acusación formulada por el grandioso orador desde esa tribuna contra la brutalidad, contra el delirio de poder, contra la ilegalidad, habla de modo tan elocuente en contra de la eterna injusticia de la violencia como esa cabeza muda de un hombre asesinado. Receloso, el pueblo se aglomera en torno a la profanada Rostra. Abatido, avergonzado, vuelve a apartarse. Nadie se atreve –¡Es una dictadura!– a expresar una sola réplica, pero un espasmo les oprime el corazón. Y, consternados, bajan los ojos ante esa trágica alegoría de su República crucificada".
Para saber más
Cicerón. Anthony Everitt. Edhasa, Barcelona, 2007.
Discursos contra Marco Antonio. Marco Tulio Cicerón. Cátedra, Madrid, 2001.
Dictator. Robert Harris. Grijalbo, Barcelona, 2015.