En el verano del año 70 d.C., las legiones romanas toman Jerusalén y arrasan la ciudad y el Templo, destruido ya para siempre. En esos momentos vemos en acción, entre otros soldados valerosos, a un centurión llamado Juliano, del que el historiador Flavio Josefo, en su Guerra de los judíos (VI 81-90), nos cuenta su acción heroica y su muerte en términos propios de una trágica secuencia cinematográfica. Juliano era, según Josefo, el mejor combatiente que había visto en aquella contienda brutal: el más diestro con las armas, el más fuerte físicamente y el más tenaz.
Durante el asedio a los muros de Jerusalén, el centurión observó que los romanos retrocedían. Estaba junto a Tito –el comandante romano, hijo del emperador Vespasiano– en la torre Antonia, "y desde allí dio un salto, haciendo frente a los judíos armados, y él solo hizo que los judíos, aunque ya eran vencedores, retrocedieran hasta el ángulo del Templo interior. Toda la multitud huyó en grupo –explica Josefo–, pues creían que aquella fuerza y audacia no eran propias de un ser humano. Juliano iba de un lado para otro en medio de los judíos, que se habían dispersado, y mataba a cuantos se encontraba".

La rendición de Vercingétorix
Con la capitulación del jefe arverno, Vercingétorix, ante César terminó la guerra de las Galias, en el año 52 a.C.
Esta actuación tan arriesgada como suicida le pareció admirable al emperador, que veía cómo los enemigos huían aterrorizados. Pero el destino traicionó a Juliano: los clavos de sus sandalias resbalaron sobre las losas del Templo y cayó de espaldas. Cuando su armadura chocó contra el suelo hizo mucho ruido, y "esto hizo que los que habían huido se dieran la vuelta", sigue Josefo. Entonces los judíos lo rodearon y le atacaron con espadas y lanzas. Desde el suelo, el centurión hizo frente muchas veces al hierro con su escudo y en numerosas ocasiones, cuando intentaba levantarse, era empujado de nuevo por la multitud. Sin embargo, aun tirado en el pavimento, hirió con su espada a muchos adversarios.
Juliano tardó en morir, porque el casco y la coraza protegían sus partes vitales contra los ataques y porque tenía el cuello encogido. "Finalmente, destrozados los demás miembros de su cuerpo y sin que nadie se atreviera a ayudarle, pereció [...] degollado no sin dificultad, tras luchar durante largo tiempo con la muerte y sin dejar ilesos a muchos de los que le atacaron". Concluye Josefo indicando que una gran pena se apoderó del emperador cuando vio morir, desde la torre, a aquel que un momento antes había estado a su lado. El centurión Juliano alcanzó la gloria de los valientes, cayendo con orgullo y honor no sólo delante de los suyos, sino también delante de sus enemigos.

Legionarios recolectando cereal durante la conquista de la dacia. Relieve de la columna trajana. 113 d.C.
Vivir para la guerra
En todo el Imperio, en cada momento debía de haber unos 1.800 centuriones, hombres como Juliano: enérgicos, valientes y despiadados, que inspiraban tanto respeto a sus subordinados como temor al enemigo. Los centuriones eran los suboficiales de mayor rango en el ejército legionario de infantería (pero otros autores los consideran oficiales).
Eran militares de carrera, es decir, empezaban como soldados rasos e iban ascendiendo por antigüedad y méritos, siguiendo la estructura de la legión. Una legión estaba formada por diez cohortes, numeradas de la I a la X, y cada cohorte estaba integrada por seis centurias de 80 soldados cada una. La promoción del centurión culminaba al acceder al mando de una centuria de la I cohorte, la más importante de todas las de la legión.
Los centuriones eran militares de carrera: empezaban como soldados rasos e iban ascendiendo por antigüedad y méritos, siguiendo la estructura de la legión.
A la cabeza de todos los centuriones de una legión estaba el llamado primus pilus, "primera lanza". Era el primer centurión de la I cohorte, y sus compañeros de esta cohorte conformaban el rango de los primi ordines, el de los centuriones de mayor rango y reconocimiento en la legión. Después de retirarse, el primus pilus recibía una recompensa y el título de primipilaris (es decir, antiguo primus pilus), de igual manera que un cónsul era llamado consularis tras desempeñar el cargo. Los primipilares eran objeto de especial consideración y podían ocupar cargos como –entre otros– prefecto del campamento o tribuno de las cohortes acantonadas en Roma.
En época imperial también se podía llegar a centurión tras servir con los pretorianos –la guardia personal de los soberanos– o bien gracias a un nombramiento directo por parte del emperador, como sucedía en el caso de algunos miembros del orden ecuestre (el grupo social inferior al de los senadores).
La graduación de los centuriones
Por debajo del centurión había bastantes grados. Lo asistían, entre otros, los llamados principales: un segundo oficial u optio, el portaestandarte o signifer y un oficial de guardia, el tesserarius, que establecía la contraseña o tessera. Por encima del centurión estaban los altos oficiales de la legión: el legado del emperador (que era el gobernador provincial) o bien el legado de la legión, y un tribuno, todos ellos de rango senatorial, más otros cinco tribunos de rango ecuestre y un prefecto del campamento o superintendente general.
Una parte importante de nuestra información sobre los centuriones proviene de los monumentos funerarios dedicados a ellos, como la estela de Tito Calidio Severo, muerto a los 58 años. Conocemos la carrera militar de este soldado gracias a su tumba, hallada en la antigua ciudad de Carnuntum, en la provincia romana de Panonia (actualmente en la Baja Austria). En ella se indica que primero fue jinete, luego optio o ayudante de un centurión y finalmente decurión (comandante de un escuadrón de caballería) en una cohorte mixta de soldados de infantería y de caballería reclutada en la región de los Alpes, de ahí su nombre: cohors Alpinorum. Su última promoción fue al grado de centurión en la legión XV Apollinaris, estacionada en Carnuntum, donde Calidio Severo murió después de 34 años de servicio, según refiere la inscripción.
Su monumento es anterior al año 63, en el que esta legión fue movilizada para combatir contra los judíos en la guerra narrada por Flavio Josefo. En la parte inferior de la estela se representa sin fantasías parte del equipamiento militar de Tito Calidio: la cota de malla, el casco y las grebas o espinilleras. Debajo aparece el centurión junto a su caballo, en una posible alusión a su etapa de oficial en la cohorte alpina.

Un centurión, con cimera negra, lucha con sus hombres contra el enemigo durante las guerras dacias. 101-107 d.C.
120 flechas
Si las piedras hablan, también lo hacen las fuentes históricas. El siglo I a.C., y particularmente los últimos años de la República romana, fueron prolijos en campañas militares. Primero se trató de guerras de conquista, como las de Pompeyo el Grande en Oriente y las de Julio César en las Galias; después fueron guerras civiles protagonizadas por los mismos César y Pompeyo. Las fuentes literarias del período son ricas en descripciones de acciones militares en las que los centuriones se muestran valerosos y temerarios. Espectador y narrador de estos episodios es precisamente César, cuyos relatos de la guerra de las Galias y la contienda civil son escenarios de aventuras y combates, de muerte y supervivencia, en los que de vez en cuando afloran nombres propios: los de aquéllos que por su arrojo merecieron ser incluidos en la narración como ejemplos para la posteridad.
Éste es el caso del valiente centurión cesariano Marco Casio Esceva, que luchó en la batalla de Dirraquio contra los pompeyanos, en julio del año 48 a.C. Sabemos por el relato de César que el ataque pompeyano contra el fortín donde se encontraba Esceva fue durísimo. No hubo un soldado que no resultara herido, cuatro centuriones de una cohorte perdieron los ojos y, queriendo dar testimonio de su esfuerzo y de su peligrosa situación, hicieron saber a César la cuenta exacta de las flechas lanzadas contra el fortín: treinta mil; cuando el escudo de Esceva fue llevado a su presencia, se contaron en él ciento veinte agujeros. Es el testimonio que da el propio César en su Guerra civil (V, 44).
Esceva, que era centurión de la cohorte VIII, fue promocionado a primus pilus, es decir, al grado de los primi ordines. El propio César le premió con 200.000 sestercios, al tiempo que compensó con dinero, ropa e insignias al valor a la intrépida cohorte legionaria que había mandado Esceva. Otros autores recogen este episodio y añaden más detalles del combate: que Esceva fue herido gravemente en un hombro y que un venablo le atravesó una cadera. Son hechos quizás inventados, pero que se explican por qué los relatos sobre guerreros valientes pasan de la historia a la leyenda en pocos años.
Pullo y Voreno
Las narraciones de hazañas como la que llevó a cabo Esceva han modelado la imagen del centurión romano como ejemplo del valor y columna vertebral del ejército romano, una imagen que se traslada con naturalidad a la pantalla. Basta recordar el ejemplo de la conocida serie de televisión Roma, exhibida con éxito en todo el mundo, que se organiza a partir de la vida de dos centuriones de Julio César: Lucio Voreno y Tito Pullo. Estos dos centuriones, con estos mismos nombres, lucharon en la guerra de las Galias al lado de César, como sabemos por la propia pluma del general, quien relata la actuación de ambos durante el asedio al que fue sometido el fuerte de la IX legión por el pueblo de los nervios en el año 54 a.C., durante la revuelta de Ambiórix.
Los dos militares eran conocidos por competir entre sí para conseguir ascensos, y precisamente en esos días pugnaban por ascender a primi ordines, el rango más elevado. César explica que, cuando más duro era el combate al pie de las fortificaciones, Pullo dijo: "¿A qué esperas, Voreno? ¿Cuándo piensas demostrar tu valor?". Y añadió que aquel día se decidiría su competencia. Pullo abandonó las defensas y se lanzó contra el enemigo, y Voreno lo siguió para no quedarse atrás y ser tildado de cobarde. Pullo lanzó su pilum y atravesó a un enemigo que se le acercaba corriendo, pero a su vez recibió el impacto de un venablo que atravesó su escudo y se clavó en el bálteo, la correa de la que pende la espada. Los enemigos lo cercaron, pero entonces llegó Voreno en su auxilio. Mató a uno y apartó a los otros, pero cayó en un hoyo, y hubiera muerto si Pullo no hubiera corrido en su ayuda. Ambos volvieron al fuerte sanos y salvos tras acabar con muchos enemigos, sin que nadie de los que vieron ese combate pudiera decir cuál de los dos aventajaba en valor al otro. "La Fortuna los guió durante el combate", dice César (Guerra de las Galias V, 44).
Pullo demostraría la misma bravura años después, durante la guerra civil, luchando contra el propio César en Dirraquio después de conseguir que una parte del ejército se pasara a los pompeyanos, lo que habla claramente del ascendiente de este centurión entre las tropas (César, Guerra civil III, 67).
Misiones especiales
Fuera del teatro de operaciones durante una batalla concreta, los centuriones podían ejecutar una misión específica por mandato del emperador, como agentes especiales. En efecto, a los centuriones se les encargaban misiones tan delicadas como llevar hasta Roma a los prisioneros que requiriesen especial cuidado, como los jefes de los pueblos vencidos o reyes, como Antíoco Epífanes, aliado de los judíos que fue vencido por Vespasiano; tras ser apresado, un centurión lo condujo encadenado desde Tarso hasta la capital del Imperio (Josefo, Guerra VII, 238).
También se asignan a los centuriones tareas de espionaje y labores de inteligencia militar e información entre las tropas de las provincias y Roma. Otras veces los vemos junto a los tribunos administrando justicia en el frente de guerra (Josefo, III, 83), y se les encarga la organización de las ciudades recién sometidas (Josefo, IV, 442).
A estas breves historias podríamos añadir muchas más, entre las que destacan algunas que cuenta Flavio Josefo. En el año 63 a.C., Pompeyo Magno se presentó a las puertas de Jerusalén para tomarla. Al tercer día de asedio, los romanos destruyeron una de las torres de defensa, entraron en la ciudad y se dirigieron al Templo. Nos dice Josefo (Guerra I, 49) que el primero que cruzó el muro fue un oficial llamado Fausto Cornelio, hijo de Sila, y después de él dos centuriones, Furio y Fabio, a los que seguía su propia tropa.

Los edificios más habituales en los campamentos eran los barracones que albergaban a los soldados y oficiales de una centuria. Cada contubernio (grupo de ocho hombres) recibía dos habitaciones, y el centurión disponía de varias estancias para él solo, generalmente al final del bloque; las paredes de estas habitaciones podían estar estucadas y pintadas, e incluso podía disponer de un baño personal.
Muerte sin compasión
Rodearon el Templo por todas partes, matando sin compasión a los que iban a refugiarse en el santuario y a todo el que opusiera la menor resistencia. Aquí vemos en acción a los centuriones y sus cohortes tomando el Templo con las espadas en la mano, con cuyo filo son degollados los sacerdotes mientras ofician sus ceremonias. Choca en este relato la impasibilidad con que los centuriones profanan el Templo. Pero el soldado, cara a cara contra el enemigo, deja a un lado los escrúpulos morales (si es que los tiene): lucha por su supervivencia.
Los centuriones son soldados audaces, los mejores, que se lanzan a escalar murallas para tomar una plaza fuerte o una ciudad
Los centuriones son soldados audaces, los mejores, que se lanzan a escalar murallas para tomar una plaza fuerte o una ciudad (Josefo, Guerra I, 351), actos arriesgados que exigen experiencia, seguridad y una valentía extrema. Otras veces, el centurión actúa como un comando junto a un reducido número de sus soldados, en misión de reconocimiento y castigo. Josefo nos narra otra vívida escena. Durante el asedio de Vespasiano a la ciudad de Gamala, un centurión llamado Galo, rodeado en medio del tumulto, se introdujo en una casa con diez soldados. Como Galo era de origen sirio, entendió la conversación de los que vivían en ella, en la que vio una conspiración contra los romanos. Por la noche Galo salió contra ellos, los mató a todos y se refugió sano y salvo en el campamento romano con sus soldados (Guerra, IV, 37-38).
En resumen, el centurión es una figura decisiva en la organización militar romana. Forma parte de los consejos de guerra (consilia) para dar su opinión al general sobre las tácticas, por su experiencia en la guerra. Durante la batalla está en primera fila, dando ejemplo de valor. En la paz, se encarga de la disciplina y el entrenamiento de los soldados. Otras veces, fuera del campamento, se le asignan misiones especiales. Su figura es imprescindible e imponente, por lo que no es de extrañar la atracción que aún hoy sigue suscitando.
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