La época de las catedrales. De esta forma conocemos los últimos siglos de la Edad Media, en los que las ciudades de todo Occidente, y en especial del Mediterráneo, florecieron al amparo de una auténtica revolución comercial. Hacia el siglo XIII, en efecto, los grandes puertos mediterráneos vieron crecer su población gracias a la actividad y la riqueza que generó el comercio marítimo.
Se convirtieron en lugares de bullicio y abundancia, donde hombres de negocios, comerciantes y artesanos se sumaron a los grupos que hasta entonces habían integrado la estática sociedad medieval: los guerreros, los campesinos y los sacerdotes.
La actividad mercantil dio forma a un nuevo modelo urbano, y en su centro se hallaba la catedral, cuyo tamaño y esplendor simbolizaban la independencia económica de la ciudad. Por ello era conveniente que el templo fuera visible desde la costa, donde atracaban y desde donde zarpaban los navíos mercantes.
Así sucedió en la Barcelona medieval, cuyo puerto, estratégicamente situado entre los reinos cristianos y musulmanes, era frecuentado por mercaderes de variada procedencia, sobre todo genoveses, pisanos, griegos, norteafricanos y egipcios.
En el siglo XIII, la prosperidad comercial impulsó el crecimiento de la ciudad, que desbordó las antiguas murallas; fue necesario construir un tramo fortificado de cinco kilómetros para proteger los nuevos arrabales extramuros. En esta expansiva Barcelona cuajó el gótico, el estilo en el que se edificaron la catedral, la iglesia de Santa María del Mar, la lonja de los mercaderes y la Casa de la Ciudad, sede del Ayuntamiento.
Los enormes recursos económicos que se destinaron a estas construcciones públicas no se hubieran podido reunir sin aquel potente impulso comercial, que sentó las bases del auge urbano. En el caso barcelonés, además, la efervescencia económica estaba estrechamente unida a la expansión mediterránea de la Corona de Aragón, formada hasta entonces por el reino de Aragón y el condado de Barcelona, a los que Jaime I el Conquistador (1213-1276) sumó los reinos de Valencia y Mallorca, que arrebató a los musulmanes.
Nuevas ciudades, nuevos templos
El avance de Aragón era el signo de un cambio político global: en el siglo XIII cesaron las invasiones musulmanas en el Mediterráneo, lo que permitió el dominio mercantil cristiano con la creación de rutas comerciales terrestres y marítimas más seguras.
De este modo, en los puertos italianos, provenzales e hispánicos empezaron a circular productos orientales como sedas, especias, perfumes o el valiosísimo alumbre que se utilizaba para fijar el tinte a los paños, además de otros bienes más comunes como cereales, frutos secos, cueros, tejidos de lana o de hilo...
Para todos estos artículos había un comprador, porque en las ciudades cada vez vivía más gente y reinaba mayor actividad. Su población aumentaba con la emigración desde el campo, y con ella crecía tanto el número de consumidores como el de brazos disponibles para todo tipo de trabajos.
Se desarrolló la artesanía y se multiplicaron los gremios (las agrupaciones de artesanos dedicados a un mismo oficio), a la vez que aumentaba el trasiego de mercancías e irrumpían los banqueros, que financiaban todo este movimiento.
Las ciudades se transformaron. Ahora, a su antiguo núcleo militar y religioso se sumaba el barrio de los comercios, situado junto a la catedral y generalmente cercano al puerto. Los mercaderes, además, encargaron la erección de las lonjas, donde cerraban sus negocios, y de elegantes palacios que eran a un tiempo residencia, almacén y oficina.
Esta ingente actividad económica chocaba con los principios de la Iglesia, que condenaba las transacciones mercantiles y la práctica de la usura, en la que se incluía tanto el préstamo con interés, que constituía el negocio de los banqueros, como el uso de cheques y letras de cambio, habitual entre los comerciantes. Pero las prácticas que la Iglesia denunciaba también la beneficiaban: los burgueses enriquecidos donaban sus fortunas para la construcción de las catedrales, a la vez que adquirían el espacio de las capillas para sus enterramientos.
Los grandes templos en los que estos burgueses recibían sepultura pertenecían a la arquitectura que llamamos gótica y que arranca del siglo XII. En esa época, los progresos técnicos habían permitido a los maestros de obras elevar la altura de las iglesias a más del doble de lo construido en tiempos anteriores.
Esta nueva ciencia del equilibrio se basaba en distribuir el peso de la construcción a través de la propia estructura del edificio, que se convertía en una especie de esqueleto de nervios y pilares; los muros, que ahora ya no sostenían una pesada cubierta, se vaciaban para que la luz penetrase por sus vidrieras e inundase el interior.
En el área del Mediterráneo, desde Valencia hasta el sur de Francia, surgió un tipo especial de esta arquitectura: las grandes iglesias góticas de la Corona de Aragón tenían, por dentro y por fuera, un aspecto distinto al de las basílicas que un viajero que recorriese Europa podía contemplar desde Burgos hasta Colonia.
Las catedrales del mar
En las iglesias góticas de la Europa septentrional, la nave central era mucho más alta que las naves laterales, lo que se advertía claramente en el aspecto exterior de estos edificios, con sus techos en fuerte pendiente.
En cambio, en las basílicas mediterráneas la altura de las naves era muy similar, e incluso se llegó a eliminar las naves laterales para lograr un amplio espacio abierto, que los especialistas llaman «espacio-salón»; la cubierta de estos templos, además, era plana. Los interiores diáfanos de tales iglesias, que parecen evocar el aspecto del mar abierto, dieron su carácter peculiar al gótico mediterráneo o meridional, desarrollado entre los siglos XIII y XIV.
La catedral de Barcelona es una de las más notables construidas en el Levante peninsular, aunque, dado que sus obras comenzaron a finales del siglo XIII, no reúne todas las características del gótico mediterráneo.
En todo caso, con ella se inaugura este modelo: las tres naves del templo tienen la misma altura, siendo la central el doble de ancha que las laterales. El edificio se construyó en tres fases a lo largo de 150 años y quedó sin terminar por falta de recursos económicos, debido a la crisis general que se vivió al término de la Edad Media. Sólo a finales del siglo XIX se le añadieron el cimborrio y la decoración de la fachada.
Aunque la catedral fue promovida por los obispos de Barcelona que se sucedieron entre los reinados de Jaime II (1291-1327) y Alfonso V (1416- 1458), en su financiación cooperaron los fieles además de los clérigos, ya que los particulares enriquecidos hicieron numerosas donaciones para su construcción.
El incremento de los negocios en la ciudad propició un aumento de la generosidad hacia la Iglesia, puesto que los ricos mercaderes trataban de salvar sus almas por medio de ofrendas.
Los donativos de los visitantes extranjeros también ayudaron a costear las obras: la basílica se convirtió en un destino que atraía a los peregrinos desde que, en 1339, la cripta situada bajo el altar mayor acogió las reliquias de santa Eulalia, mártir y patrona de Barcelona, hasta entonces conservadas en Santa María de las Arenas.
Nuevos templos siguieron la estela de la catedral de Barcelona, como la iglesia de Santa María del Mar, situada en el barrio de los marineros y considerada una de las basílicas más bellas del gótico mediterráneo.
Sus tres naves, prácticamente de la misma altura (34,5 metros), se sustentan en nervios que brotan de esbeltos pilares octogonales, a 18 metros sobre el suelo. La distancia de 15 metros entre pilar y pilar (la mayor que se registra en el gótico europeo) refuerza el aire de salón, de gran espacio abierto que percibe quien entra en este magnífico recinto.
El templo, comenzado en 1329, sustituyó a la antigua basílica de Santa María de las Arenas, nombre que alude a la playa, entonces cercana, y al antiguo puerto de Barcelona, que estaba allí. Santa María del Mar era la iglesia de los marineros: estaba dedicada a su patrona y se erigió con el trabajo y las donaciones de la gente humilde de la ciudad, especialmente de los descargadores del puerto, los bastaixos.
Algunos mercaderes ricos y nobles dejaron su impronta en las capillas laterales por medio de sus escudos heráldicos tallados en piedra, pues los comerciantes y artesanos se trasladaron a este barrio popular y lo transformaron en un lugar próspero.
El éxito del gótico meridional llevó a que la catedral de Gerona se adaptara a este modelo: en 1417 se modificó el proyecto inicial de tres naves (cuyo tramo inicial ya estaba construido) para convertirla en una iglesia de una única y espaciosa nave, de 34 metros de largo por 24 de ancho, la más amplia de toda Europa.
Pero la catedral mediterránea más espectacular es la de Palma de Mallorca, donde se logra el espacio-salón por medio de los pilares de piedra más esbeltos jamás realizados, de 21,47 metros de altura. Lo más llamativo es su exterior: situada en un promontorio junto al mar, sus finos contrafuertes con pináculos y su cuerpo compacto le confieren el aspecto de un barco que zarpa.
La nueva riqueza generada por los mercaderes, pues, había favorecido el desarrollo de estas ambiciosas construcciones. Podría decirse que la revolución comercial se había transformado en una revolución arquitectónica, ya que el germen de las soberbias catedrales góticas se encuentra en las innumerables monedas que pasaron de ma no en mano en las transacciones comerciales.