TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST
Desde su retiro en un monasterio de Belén, ya en la vejez, san Jerónimo –que murió en el año 420– recordaba sus tiempos de estudiante en Roma, cuando, para hacer más llevaderas las tardes de domingo, visitaba las catacumbas con sus amigos: «Penetrábamos en las galerías, excavadas en las entrañas de la tierra, atestadas de sepulturas [...]. Una luz rara que venía del exterior atenuaba algo las tinieblas, pero la claridad era tan débil que parecía entrar por una rendija y no por el lucernario», explicaba el santo. «Avanzábamos con lentitud, paso a paso, totalmente rodeados de oscuridad, de modo que nos venían a la memoria las palabras de Virgilio: “Los espíritus están aterrados por el horror y el silencio”» (Comentario sobre Ezequiel XIV, 40).
Por la misma época, el poeta hispano Prudencio visitó Roma y peregrinó por sus innumerables catacumbas, que –entonces como hoy– constituían la mayor atracción turística para un cristiano piadoso. Prudencio describe así el descenso a la tumba del mártir Hipólito: «No lejos del final de la muralla, junto a la ajardinada área suburbana, se abre una cripta de recónditas cavernas. Un camino en pendiente, con escalera de caracol, nos guía hasta la parte secreta de la cripta a través de pasos subterráneos, aunque con poca luz» (Peristephanon XI, v. 154-57).
Para los cristianos de la Antigüedad, las catacumbas, con millares de sepulturas repartidas en galerías laberínticas y que atesoraban las reliquias de obispos y mártires, eran lugares fascinantes, cargados de memoria cristiana y de curiosidades arqueológicas. Esas mismas sensaciones, incluida la de claustrofobia, las experimentan hoy sus millones de visitantes, tanto cristianos como profanos, que a menudo desconocen la función e historia verdaderas de estos espacios funerarios.
Las catacumbas, con millares de sepulturas repartidas en galerías laberínticas y que atesoraban las reliquias de obispos y mártires, eran lugares fascinantes
Las lúgubres descripciones de quienes visitaron las catacumbas romanas en la Antigüedad, junto con la imagen transmitida por la literatura romántica del siglo XIX en novelas como Fabiola y Quo vadis –llevadas luego al cine–, han contribuido a extender la creencia de que las catacumbas eran lugares donde los cristianos se reunían o celebraban los sacramentos durante las persecuciones desencadenadas contra ellos por los emperadores. Pero nada de esto es cierto.
Cementerios bajo tierra
Las catacumbas son sólo cementerios subterráneos donde los cristianos comenzaron a enterrarse de forma comunitaria a finales del siglo II o principios del siglo III. Las catacumbas no son un tipo de cementerio inventado por los cristianos. Los paganos se enterraban también en hipogeos (es decir, en tumbas excavadas en el subsuelo), sobre todo en lugares como Roma donde el suelo era muy caro, pero es cierto que estos hipogeos nunca llegaron a ser tan grandes como las catacumbas.
Ni siquiera es apropiado el nombre de «catacumba» para designar los cementerios subterráneos cristianos. En la literatura de la época el vocablo común era crypta, mientras que «catacumba» (del griego katà kúmbas, «junto a las cavidades») deriva del topónimo ad Catacumbas, un lugar de la vía Apia de suelo arenoso con cavidades donde, a partir del siglo III, se excavó uno de los cementerios más grandes de la Roma cristiana: el de San Sebastián, conocido en la Antigüedad como cymeterium catacumbas. Dada la monumentalidad del lugar, el nombre se aplicó a otros cementerios cristianos y su uso se generalizó en la Edad Media, mientras proliferaban leyendas de santos martirizados cuyos restos reposaban en estos recintos subterráneos.

Las entrañas de roma Loculi o nichos rectangulares. El loculus destinado a dos difuntos se llamó bisomus; el de tres, trisomus, y el de cuatro, quadrisomus. Catacumbas de Priscila. Siglos II-V.
Foto: G. CARGAGNA / DEA / AGE FOTOSTOCK
En la época medieval ya sólo se guardaba un recuerdo lejano de aquella realidad, pues las catacumbas se abandonaron en el siglo VI, cuando las reliquias de los santos depositadas en ellas fueron trasladadas desde el extrarradio a las iglesias situadas en la ciudad. Algo que habría horrorizado a los romanos, quienes nunca enterraban a sus muertos dentro de las ciudades.
En efecto, una vieja práctica de la sociedad grecorromana prohibía sepultar a los difuntos en las urbes por motivos sanitarios y rituales. Por ello, los sepulcros cristianos, como los paganos, se situaban fuera de las murallas, a lo largo de las vías que conducían a la ciudad, donde las familias que podían permitírselo exhibían su riqueza construyendo llamativos mausoleos. Sólo los héroes recibían sepultura intramuros, y esa costumbre se respetó hasta el final de la Antigüedad, cuando los santos fueron asimilados a los héroes y acabaron por suplantarlos.
Sepulturas para todos
Los primeros cristianos fueron enterrados en los mismos lugares que los paganos, ya fuese en tumbas individuales o sepulcros familiares. Así, san Pedro, que, según la tradición, fue martirizado durante la persecución de Nerón del año 64, quedó enterrado en la necrópolis pagana del Vaticano; y san Pablo recibió sepultura en el área funeraria de la vía Ostiense.
Sólo desde finales del siglo II y a lo largo del siglo III se difundió entre los cristianos la práctica de enterrarse en áreas funerarias colectivas usadas únicamente por ellos. El fin no era tanto separarse de los paganos como asegurar que los más pobres tendrían una sepultura. Y es que, como hemos apuntado anteriormente, en Roma el suelo era muy caro, incluso en las áreas suburbanas, donde la aristocracia tenía sus casas de recreo y sus magníficos jardines. Enterrarse de manera colectiva, aprovechando al máximo el espacio para excavar el mayor número posible de tumbas en el subsuelo, permitía garantizar una sepultura a quien de otra manera no podría pagársela.
San Pedro, que, según la tradición, fue martirizado durante la persecución de Nerón del año 64, quedó enterrado en la necrópolis pagana del Vaticano
De este modo, el crecimiento de la comunidad cristiana a partir del siglo III, el desarrollo de una estructura eclesiástica organizada y los valores de la filantropía y la solidaridad contribuyeron al nacimiento y desarrollo de las catacumbas. Además, a partir del siglo II se impuso el rito de la inhumación (el entierro del cadáver) frente al tradicional de la cremación, lo que requería más espacio para uso funerario. Y en Roma el subsuelo de toba favoreció la construcción de catacumbas, porque es una piedra fácil de excavar y lo bastante resistente como para soportar los entramados de pisos subterráneos.
La administración
Los cementerios se financiaban mediante una caja común, a la que se contribuía voluntariamente, o gracias a donaciones de benefactores privados entre los cuales se contaban ricas matronas. Aunque no se conoce bien cómo se administraban las catacumbas, es seguro que eran de propiedad eclesiástica. Se sabe que durante las persecuciones los cementerios fueron confiscados y pasaron a ser propiedad del Estado, que los devolvió a la Iglesia cuando aquéllas concluyeron. Desde muy pronto, el obispo de Roma se encargó de la supervisión de las catacumbas. Así sucedió con el primer cementerio cristiano comunitario atestiguado en la ciudad, que es también uno de los más magníficos por su extensión y riqueza decorativa: el de San Calixto en la vía Apia, que ocupaba 15 hectáreas y se extendía a lo largo de unos 20 kilómetros de galerías. Para su funcionamiento, el obispo Ceferino (199-217) designó a un diácono llamado Calixto, que tenía orígenes esclavos y había sido condenado por malversación de fondos. El cementerio de San Calixto fue el preferido de los obispos de Roma en el siglo III; paradójicamente, Calixto, que llegó a ser obispo, no fue enterrado allí.
La construcción de las catacumbas con su red de galerías encadenadas, capaces de albergar cientos e incluso miles de tumbas, se planificaba cuidadosamente, dejando abierta la posibilidad de futuras ampliaciones. Esto, que ya se aprecia en las catacumbas de San Calixto, las diferenciaba de los hipogeos paganos, diseñados como estructuras cerradas. Las catacumbas de Priscila en la vía Salaria, con numerosas ampliaciones, son unas de las más antiguas y complejas de Roma. Una inscripción allí encontrada identifica a una difunta como Priscilla c[larissima femina] («Priscila, mujer ilustrísima»), quizá la fundadora que dio nombre al cementerio.
Un Más Allá clasista
En la construcción y el mantenimiento de las catacumbas trabajaba personal especializado: los fossores o «enterradores», que constituían un orden eclesiástico en la Iglesia romana y se representan en las catacumbas trabajando con un pico y una lámpara, o junto a un cadáver a punto de ser colocado en la sepultura.
Las catacumbas eran cementerios comunitarios, y a menudo se dice que en ellos imperaba la igualdad. Pero la arqueología lo desmiente. Junto a los loculi –los nichos excavados en las paredes unos encima de otros hasta llegar al techo–, las catacumbas alojan sepulturas que evidencian la desigualdad de los difuntos. Es frecuente encontrar en ellas espacios exclusivos, llamados «cubículos», que contienen tumbas abiertas dentro de un nicho protegido por un arco (arcosolio).
Las catacumbas eran cementerios comunitarios, y a menudo se dice que en ellos imperaba la igualdad. Pero la arqueología lo desmiente
Las catacumbas de Priscila albergan el exclusivo hipogeo de la familia aristocrática de los Acilios, además de la denominada capilla Griega, donde se encuentran sepulcros de una misma familia con inscripciones en griego y que, por la belleza de sus pinturas, ha sido calificada de «capilla Sixtina del arte paleocristiano». En ella se representan episodios del Antiguo Testamento, entre los que destacan Moisés haciendo manar agua de la roca, Daniel entre los leones, Susana y los viejos, y los jóvenes hebreos en el horno; y del Nuevo Testamento, con la resurrección de Lázaro, la curación del paralítico o la adoración de los Magos, que constituyen algunas de las pinturas más antiguas del arte paleocristiano. En la capilla también se representa una comida eucarística o un banquete funerario, al que asisten varios hombres y una mujer.
La decoración de las catacumbas no sólo evidencia el repertorio de los temas preferidos por los primeros cristianos, donde predominan la figura del Buen Pastor, las imágenes del Paraíso y los retratos de los difuntos (hombres y mujeres en actitud de orar); también hace patentes las grandes diferencias sociales entre los allí enterrados. Mientras que los loculi son mayoritariamente anónimos o contienen una escueta inscripción con el nombre del difunto, los sarcófagos, sobre todo a partir del siglo IV, tras la conversión del emperador Constantino (306-337), manifiestan la riqueza y el gusto refinado de las grandes familias cristianas de Roma. Si los loculi, sellados con ruda argamasa, exhiben a veces algún objeto del muerto (una muñeca, algunas monedas, fragmentos de vidrio), los cubículos y los hipogeos familiares albergan epitafios de excelente factura grabados en lápidas o pintados, sarcófagos, pinturas al fresco y, a veces, mosaicos.
Auge y decadencia
Desde el emperador Constantino, las catacumbas se convirtieron en lugares de la memoria del tiempo de las persecuciones. Fue él quien inició su monumentalización y la construcción de basílicas dedicadas a los mártires, la más importante de las cuales es la de San Pedro en el Vaticano, elevada sobre el lugar donde se recordaba el martirio del apóstol y pronto convertida en un gran centro de peregrinación.
Los obispos de Roma, por su parte, contribuyeron a la promoción de estos lugares sagrados, que atraían a millares de peregrinos de Italia y de las provincias y daban prestigio a la sede romana, la cual reclamaba la primacía de su obispo sobre los de las otras Iglesias, apoyándose para ello en la antigüedad de su origen y la autoridad de los mártires Pedro y Pablo. El obispo Dámaso (366-384) llevó a cabo una intensa política de promoción de los sepulcros de los mártires, adecentando las catacumbas abandonadas, puliendo las inscripciones que identificaban a obispos y mártires y componiendo poemas en su honor, que hizo grabar y que aún se conservan. También señalizó las rutas de visita (itinera ad sanctos) para orientar a los visitantes, iluminándolas con sugestivos juegos de luces y sombras. En suma, todo un programa publicitario que hizo de Roma el centro indiscutible de la Cristiandad occidental.
Pero durante la Edad Media, las catacumbas cayeron en el olvido y en el siglo XVI únicamente se conocían cinco: las de San Pancracio, Santa Inés, San Sebastián, San Lorenzo y San Valentín. Ello se debía a que todas ellas disponían de una basílica consagrada al mártir del que tomaban su nombre, cuyo culto nunca se interrumpió. La mayoría de las sesenta catacumbas que hoy conocemos fueron descubiertas durante los siglos XVI y XVII, cuando se despertó el interés por su estudio científico, avivado por el espíritu de la Contrarreforma: la Iglesia, beligerante contra el protestantismo, buscaba en los primeros cristianos el testimonio de fe sincera y de piedad. El pionero de estos descubrimientos fue el erudito Onofrio Panvinio (1530-1568), de la orden de San Agustín, que localizó 43 de estos conjuntos; desde entonces, el interés por la Roma subterránea cristiana no ha dejado de crecer.