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Como en toda guerra, sucede que al llegar a su fin los vencedores toman derecho sobre las tenencias de los vencidos. La Segunda Guerra Mundial no sería una excepción. A su término Europa se conformaría como el tablero de ajedrez en el cual las dos superpotencias que resultaron de ella se repartirían el botín. La derrota de Hitler dejaba un territorio huérfano de soberanía en el corazón de Europa que habría de repartirse entre la Unión Soviética y -con el papel marginal de los estados europeos, completamente devastados por la guerra- los Estados Unidos.
Fue de este modo que tras la Conferencia de Yalta, Alemania quedó dividida en cuatro sectores de ocupación: el soviético, el estadounidense, el francés y el británico. Cada uno de ellos sería gobernado por un representante militar designado por el país y encargado del control la zona, acordándose que cada una de ellas sería independiente política y administrativamente.
Tras el reparto, la ciudad estado de Berlín quedó íntegramente bajo control soviético, no obstante, al tratarse de la capital, las partes interesadas estuvieron de acuerdo en crear una administración controlada por los cuatro países.
Como era de esperar, pronto las malas relaciones entre comunistas y aliados fueron paulatinamente en aumento hasta llegar al punto en que surgieron dos monedas, dos ideales políticos y, finalmente, dos alemanias. De este modo, el 7 de octubre de 1949, el país germano quedaría dividido: por un lado los 3 sectores occidentales conformarían la República Federal Alemana (RFA) y el sector soviético se convertiría en la que se conoció como República Democrática de Alemania (RDA).
Durante los años siguientes, las diferencias económicas entre ambos sectores -una Alemania occidental que se modernizaba y abría a Europa; y una Alemania comunista hermética y en continua decadencia- propiciaron un éxodo masivo desde el sector soviético hacia el occidental. Se calcula que durante las 2 décadas posteriores a la división, más de 3 millones de personas cruzaron hacia el oeste en busca de prosperidad.
Se calcula que durante las 2 décadas posteriores a la división, más de 3 millones de personas cruzaron hacia el oeste
En este contexto social y político, Berlín escenificó el paradigma de la lucha entre facciones. Bajo la premisa de proteger a su población de los elementos fascistas que conspiraban para evitar la construcción de un estado socialista en Alemania del Este, el 13 de agosto de 1961 comenzaría en la capital Alemana la construcción por parte de la RDA, del que sería bautizado oficialmente como “Muro de Protección Antifascista”. Nada podía ocultar sin embargo, que se trataba de un modo de impedir la pérdida de población que sufría la RDA, especialmente de las personas con mayor formación y poder adquisitivo.
Durante los siguientes 28 años, el muro de Berlín fue el ejemplo más evidente de dos maneras distintas de entender el mundo y el símbolo más claro del enfrentamiento entre los bloques socialista y capitalista, que convergían en una Alemania dividida tras la Segunda Guerra Mundial, de una forma tan dura como el hormigón del muro que los separó.
Durante todos esos años el muro supuso una cárcel a cielo abierto para millones de alemanes. Entre 1961 y 1989 más de 5.000 personas trataron de cruzarlo, y más de 3.000 fueron detenidas en ese intento. Alrededor de 100 personas fueron abatidas en sus lindes, la última de ellas el 5 de febrero de 1989.
Sin embargo en 1989, Berlín, Alemania, Europa y el mundo, cambiarían para siempre. Durante la madrugada del 9 al 10 de noviembre, se abría la primera brecha en el que fue bautizado como "el Muro de la Vergüenza". La caída del muro sirvió no solo para derribar las barreras físicas que dividían Europa, si no también las emocionales. Se trataba del primer paso hacia la unificación de las dos alemanias, que tuvo lugar el 3 de octubre de 1990; visto con perspectiva, quizá también a la de Europa. Su caída marcaba un hito en la situación vivida durante los últimos años: la Guerra Fría parecía estar llegando a su fin.