Durante la Edad Media, la caballería no fue tan sólo un cuerpo de guerreros, el más prestigioso en los ejércitos de reyes y príncipes, sino que constituyó también una forma de vida, con su ética propia, sus ritos, sus héroes y tradiciones. En los innumerables textos caballerescos que se escribieron durante los siglos medievales e incluso más tarde, los caballeros eran protagonistas de guerras, torneos y fiestas cortesanas, lo que sucedía tanto en la vida real como en la ficción.
Una y otra llegaron a confundirse. Personajes literarios como el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda encarnaron un ideal de caballería que muchos nobles de carne y hueso intentaron llevar a la práctica en combates, justas y aventuras galantes.
La infancia del caballero
La preparación para la vida de caballero empezaba ya en la infancia y la adolescencia. En general, a los niños de la nobleza se les alejaba pronto de su familia para recibir una educación especial. Normalmente se los enviaba a la casa de algún señor o príncipe, que podía encontrarse en el mismo país o en el extranjero. La educación, entre los seis y catorce años, quedaba a cargo de un ayo o instructor, como en el caso del condestable Ruy López Dávalos con el noble castellano Pero Niño. En la literatura, este papel lo desempeñaba a veces una mujer a modo de hada, como la Dama del Lago, que educa al huérfano Lanzarote en su palacio mágico bajo un lago antes de enviarlo a la corte de Arturo.

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Recreación de la batalla de Crécy (1346), miniatura de las Crónicas de Jean Froissart. Siglo XV.
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En esos primeros años, el futuro caballero aprendía las letras, leyendo o escuchando textos épicos como el Cantar de Roldán o el Cantar de Mio Cid, novelas caballerescas del estilo de La muerte del rey Arturo o el Amadís de Gaula, u obras didácticas como el Libro del conde Lucanor. Los protagonistas de estos textos eran entendidos como modelos dignos de imitación, a los que el futuro caballero debía tratar de igualar o superar. Leyendo esas obras se aprendían, como decía Alfonso X el Sabio, las virtudes de «corazón» y de «cuerpo» necesarias para todo buen caballero. Entre las primeras se encontraban la sabiduría, la obediencia, la humildad, la lealtad, la justicia, la mesura, la fe, la piedad y la generosidad; entre las segundas, la fortaleza, la limpieza y el donaire.
Los niños también eran adiestrados en el manejo de las armas ofensivas y defensivas. Manejar la espada, por ejemplo, requería habilidad y fuerza física; un manual alemán aconsejaba determinadas técnicas que el joven debía practicar: «Debes asestar mandobles o estocadas por encima de la empuñadura del rival con gran velocidad [...] tu esgrima será siempre mucho más segura para tu propia integridad». Los jóvenes también aprendían el arte de cabalgar en sus diferentes modalidades, y se aficionaban a la caza, una actividad en la que adquirían destreza y desenvoltura tanto de forma individual como colectiva; integrar una partida de caza y abatir un jabalí o un ciervo con una lanza constituía un excelente entrenamiento para el combate.

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Castillo de Loarre. El rey Sancho III de Navarra ordenó erigir, en 1018, esta fortaleza en un promontorio
al pie de los Pirineos aragoneses para hacer frente a las incursiones musulmanas.
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A partir de los quince o dieciséis años, el joven ya estaba preparado para participar en los hechos de armas, y, por tanto, era capaz de emprender «aventuras». Entonces empezaba de verdad la vida de un caballero andante, en la que iba de un castillo a otro, a veces también cambiando de país, en busca de nuevos desafíos para demostrar su valor.
En busca del amor verdadero
Detrás de esta decisión de lanzarse a una vida de aventura se encontraba casi siempre una motivación: el amor. Con el paso a la adolescencia, mediante las lecturas y al participar en la vida de la familia del señor, los jóvenes se iniciaban en la cortesía, el conocimiento de las relaciones afectivas con las mujeres y el comportamiento que debía seguirse para obtener la aceptación y el reconocimiento de éstas. El amor impelía a los caballeros a probarse en «hechos de armas» y a la búsqueda de «aventuras», con el fin de convertirse en «el mejor caballero del mundo» y conseguir el amor de una «bella doncella o dama».
A menudo, la amada entregaba al caballero una prenda (cinta, guante...) que éste lucía en el curso de guerras y torneos prendida en su armadura. Un poema cuenta que a mediados del siglo XIV cierta doncella inglesa, en el curso de un banquete, puso un dedo encima del ojo del conde de Salisbury, tras lo que éste juró que no abriría ese ojo de nuevo hasta tener éxito en la guerra en Francia que se estaba preparando, y muchos caballeros, a imitación del conde, marcharon a Francia con un parche en el ojo.

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El caballero Hartmann von Aue en una miniatura del códice Manesse. Siglo XIV.
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El amor podía culminar en el matrimonio, pero no por ello el caballero debía acomodarse a una vida sedentaria y de rutina, como le ocurrió a Erec, protagonista de una novela de Chrétien de Troyes. Enamorado de la joven Enide, Erec se casa con ella y permanece a su lado un año sin participar en ninguna guerra, lo que da lugar a las murmuraciones de los otros caballeros y los reproches de su propia esposa. Finalmente, Erec parte en busca de aventuras con su amada, aunque poniéndole la curiosa condición de que se mantenga en silencio.
La investidura de armas
La vida del caballero empezaba con la entrega de las armas que le hacía un señor. Éste era un acto cargado de un profundo simbolismo, en virtud del cual el donante –que podía ser un rey, un príncipe o un caballero famoso– transmitía su experiencia militar al nuevo caballero y se estrechaban los lazos que unían a ambos, y que convertían al primero en «padrino» del segundo. A veces se daba un valor simbólico a las armas e incluso a los arreos de montar que recibía el caballero novel: según algunos textos caballerescos de los siglos XIII y XIV, la espada significaba «justicia»; la lanza, «verdad»; y la silla de montar, «seguridad y coraje en su quehacer».
El momento crucial en el que se alcanzaba la condición de auténtico caballero era la investidura de armas. Por medio de ésta, el joven ingresaba oficialmente en la orden de la caballería y se comprometía con el exigente código de ese grupo social selecto, regido por los principios de la ética caballeresca y de la moral cristiana, que podrían resumirse en estar dispuesto a morir por su fe, por su señor y por su tierra. La ceremonia de investidura, así como el momento y el lugar en que se realizaba, variaron mucho, aunque existen ciertos rasgos comunes. En su versión más completa, la víspera de la ceremonia el aspirante se bañaba y, vestido con ropas sencillas –una túnica roja, calzas negras, un cinturón blanco–, permanecía en recogimiento en una iglesia durante toda una noche; allí era informado de la responsabilidad que adquiría, oraba arrodillado, y pedía el perdón y la ayuda de Dios.

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Castillo de Bamburgh. Cerca de aquí tuvo lugar la batalla de Alnwich, en 1093, entre el rey Malcolm III de Escocia y un ejército de caballeros liderado por Robert de Mowbray, gobernador del castillo.
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Al día siguiente, después de arreglarse y descansar un poco, asistía a una misa. Luego era interrogado por el otorgante, y, tras aceptar, éste le ayudaba a calzarse las espuelas y le ceñía la espada. A continuación, el aspirante, con la espada desenvainada, se trasladaba, si era necesario, al lugar de la ceremonia –que podía ser el salón del trono o un patio a cielo abierto–, donde debía jurar que estaba dispuesto a morir por su fe, por su señor y por su tierra.
Después de jurar recibía la «pescozada» o «palmada» –una bofetada en la cara–, al tiempo que los oficiantes y el postulante solicitaban a Dios que no lo olvidase. Acto seguido, se llevaba a cabo el rito del beso, que podía ser en la boca; primero entre el receptor y el otorgante, y luego entre el nuevo caballero y los otros presentes. Por último, el padrino le ceñía la espada, con lo que entre ambos se establecía una relación indisoluble, marcada por la sumisión del caballero novel. Después de la ceremonia se podía celebrar un banquete, justas o un torneo.
Demostrar el valor personal
Había notables diferencias en la complejidad de las ceremonias de investidura. Algunas llegaban a ser muy aparatosas. Por ejemplo, a mediados del siglo XIV, el rey Alfonso XI de Castilla se hizo investir caballero por una estatua articulada del apóstol Santiago. Las ceremonias más sencillas, que a veces se reducían a la «palmada» o «pescozada», solían ser las que se realizaban en vísperas de una batalla o en el transcurso de ésta. Se esperaba que el acto diera valor a los nuevos caballeros.
Juan I de Portugal, por ejemplo, ordenó caballeros asesenta escuderos antes de la decisiva batalla de Aljubarrota contra un ejército castellano, en 1385; al término de la ceremonia les dirigió las siguientes palabras: «La orden de caballería es mucho más noble y digna de elogio de lo que la imaginación puede suponer [...] cuando un caballero se baja la visera del yelmo debería ser tan audaz y feroz como el león que avista a su presa».

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Torneo en San Inglevert, cerca de Calais. Miniatura de las crónicas de Jean Froissart, siglo XIV.
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Una vez recibidas las armas o la investidura, el caballero debía buscar oportunidades para mostrar su valor y su identificación con los ideales de la caballería. La salida más natural era la guerra; por ejemplo, la lucha contra el infiel, ya fuera en una cruzada en Tierra Santa o en la frontera hispánica con el Islam. También podía participar en alguna de las muchas contiendas feudales que se libraban en la Europa medieval. Pero antes, el caballero podía adquirir experiencia luchando en los torneos, enfrentamientos entre caballeros en los que éstos probaban su habilidad y coraje con las armas.
El torneo experimentó una notable evolución desde sus orígenes –los primeros testimonios datan del siglo XII– hasta los que aún se celebraban, aunque ya de forma residual, en el siglo XVII. Al principio eran muy violentos y prácticamente no diferían de una batalla. Podían participar hasta tres mil jinetes, que luchaban todos contra todos, y estaba permitido hacer prisioneros, pedir rescate y adueñarse de caballos como botín. Con el tiempo, los torneos se reglamentaron y se convirtieron en un espectáculo.
Torneo, justas y pasos
Dependiendo de su importancia, el torneo se anunciaba dos o tres semanas antes. Entonces se fijaba el emplazamiento, una amplia zona entre dos poblaciones en la que se delimitaba la liza, en torno a la cual se instalaban refugios para la protección y descanso de los participantes. Asistían caballeros de procedencia diversa, que generalmente formaban dos grupos que se enfrentaban, mientras los espectadores los observaban y admiraban. Intervenían también los oficiales de armas –reyes de armas, heraldos y persevantes–, que tenían como misión principal reconocer a los participantes mediante los escudos de armas.

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Caballero con armadura sobre caballo con barda. Pintura al óleo de Jules Robert Auguste (1789–1850). Museo de Bellas Artes, Órelans.
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Hay que distinguir los torneos, en los que los enfrentamientos eran colectivos, de las justas, duelos entre caballeros individuales. Éstos, que a menudo se celebraban justo antes del torneo, podían ser a caballo o a pie; y a espada, a maza o a daga.Una variante de las justas era el llamado «paso de armas»: un caballero se apostaba en un lugar de paso y desafiaba a combatir a todos los caballeros que se cruzaban en su camino. Se hizo famoso el paso de Fontaine des Pleurs, en la localidad francesa de Chalon-sur- Saône, en el que, a lo largo de un año (1449-1450), el caballero Jacques de Lalaing se midió con más de veintidós retadores.
En los torneos y las justas, el caballero se preparaba para la guerra. Aprendía a superar el miedo ante el enemigo y experimentaba la desprotección que se siente al ser desarzonado –esto es, al perder la montura– o al resultar herido. La pérdida de la montura en combate suponía un enorme peligro, ya que el caballero quedaba a merced de sus enemigos y podía caer preso, resultar herido o morir. Entrañaba, además, un elevado coste económico, puesto que los caballos destinados a la guerra eran escasos y caros, y tenían que ser adiestrados y estar familiarizados con su jinete, con quien formaban una verdadera unidad. En un texto caballeresco del siglo XIV, el Libro del cavallero Zifar, el protagonista lleva una angustiosa vida errante debido a la muerte de sus caballos cada diez días.
Un espectáculo peligroso
Los torneos podían ser una actividad peligrosa, y no era raro que hubiera heridos y hasta muertos: en 1382, el conde de Salisbury mató a su único hijo durante un torneo en Windsor. Por ello, se adoptó una estricta reglamentación para disminuir la posibilidad de heridas y de muerte, tanto de los caballeros como de sus monturas, y se recomendó el uso de armas «reducidas», cubiertas con paños, telas o piezas de cuero para reducir los riesgos. En los llamados «juegos de cañas» (behourds) se empleaban armas sin hierro y arneses de cuero.

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Justa entre caballeros, Romance del Santo Grial, biblioteca municipal, Dijon.
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También se acentuó el aspecto lúdico y teatral de los torneos. A menudo, los participantes comparecían disfrazados de forma extravagante. En el torneo de Hem (1278), un caballero se presentó vestido como el protagonista de una novela de Chrétien de Troyes, acompañado de un león, y en las célebres fiestas de Valladolid de 1428, rememoradas por Jorge Manrique en sus Coplas, una docena de caballeros elegidos por el rey acudieron portando todos ellos vestimentas apostólicas.
Los torneos se convirtieron en grandes fiestas públicas, patrocinadas por la alta nobleza y por la realeza, que podían invertir elevadas sumas en ellos gracias a sus enormes patrimonios, y tenían como fin último mostrar su poder y atraer fidelidades. Lo que no varió en la historia de los torneos fue su elemento erótico, las múltiples ocasiones que ofrecían para el galanteo amoroso. Las damas eran las espectadoras más atentas, animaban a sus caballeros favoritos y eran protagonistas de las cenas y los bailes con que se terminaban las jornadas del torneo. Se producían, pues, muchos «flechazos». En 1409, por ejemplo, en el curso de un torneo en Valladolid, la joven Beatriz de Portugal se enamoró del caballero castellano Pero Niño al verlo justar desde su ventana.
La guerra, la prueba definitiva
Si bien es cierto que los caballeros se arriesgaban físicamente en los torneos, donde corrían verdadero peligro era en la guerra, ya fuera a campo abierto, en el asedio o la defensa de una fortaleza o en el mar. Este riesgo se acrecentó a causa de la difusión de armas arrojadizas como el arco, sobre todo si se trataba del arco largo inglés (longbow), o la terrible ballesta, cuyos proyectiles eran capaces de atravesar las defensas del caballero y causar graves heridas y hasta la muerte. Así le sucedió a Ricardo I de Inglaterra, que falleció en 1199 durante el asedio a un castillo del sur de Francia, cuando la saeta de una ballesta traspasó su hombro.

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Batalla de Montiel durante la guerra civil castellana. Crónicas de Jean Froissart.
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Esto obligó a una continua mejora del armamento defensivo. Los caballeros se protegían ya no con una simple cota de malla, sino con una sofisticada armadura elaborada con láminas de metal, compuesta de una infinidad de elementos: yelmo o bacinete, coraza, guanteletes, grebas, etcétera. El mejor ejemplo de estas armaduras de caballeros es el arnés blanco o milanés. Pero al mismo tiempo, la pesadez de estas armaduras, que podían alcanzar los treinta kilos, disminuía la capacidad de maniobra del combatiente, lo que llevó a intentar aligerarlas, con el consiguiente incremento en los riesgos del combate.
Los percances de guerra eran frecuentes. Los caballeros padecían toda suerte de heridas, frente a las que poco podía una atención médica rudimentaria. Pero Niño, en Túnez, sufrió una gravísima herida en el pie y estuvo a punto de perderlo. Otra eventualidad era la de caer prisionero. El francés Jean Boucicaut, dechado de caballero medieval, fue capturado tres veces: en 1389, durante una expedición a Túnez; en 1396, tras la batalla de Nicópolis, y en 1415, en la batalla de Azincourt, tras la que fue conducido a una prisión de Inglaterra donde encontró la muerte unos años después. Don Alfonso el Joven, hijo del conde de Denia, padeció un cautiverio de casi veinte años en Inglaterra, tras la batalla de Nájera (1367).

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Caballeros y lances de amor. Lograr el amor de una bella dama era uno de los objetivos de los caballeros, como los de que aquí se baten en un torneo bajo la mirada de las damas. Caja de marfil. Siglo XIV. Museo de arte Walters, Baltimore.
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Aunque la guerra implicaba peligro, los caballeros tenían mucho que ganar en ella: botín, riquezas y, sobre todo, fama y prestigio. Por esta razón, a menudo emprendían largos viajes en busca de un escenario bélico. Tirante el Blanco, caballero de ficción que protagoniza una célebre novela publicada por Joanot Martorell en 1490, se desplaza hasta el Imperio bizantino, donde derrota a los turcos y detiene su avance hacia Constantinopla. El caballero castellano Diego de Valera, además de participar en diversas campañas contra el reino de Granada (como en la batalla de La Higueruela, en 1431), intervino en el sitio de Montreux, en Francia, frente a los ingleses, y combatió a los herejes husitas en Bohemia junto al emperador Alberto II. Éste, en reconocimiento a sus servicios, le otorgó la divisa de la orden del Dragón, la del Tunisique y la del Águila Blanca.
Un final honroso
Después de una vida más o menos andante, el caballero debía enfrentarse al último y más terrible combate: el que libraba con la muerte. A un buen vivir le correspondía un buen morir. El caballero podía encontrar su final heroicamente en el campo de batalla, como el rey Arturo de la leyenda, o esperarlo recogido en un monasterio o una ermita, como hicieron el no menos legendario Lanzarote del Lago o el emperador Carlos V, recluido en el cenobio de Yuste.
También podía expirar en su propio hogar, como Rodrigo Manrique, quien, en 1476, emprendió su última aventura rodeado de sus parientes. Entre ellos figuraba el caballero y poeta Jorge Manrique, su hijo, que en sus famosas Coplas escribió, a propósito de ese instante: «No se os haga tan amarga / la batalla temerosa / que esperáis, / pues otra vida más larga / de la fama gloriosa / acá dejáis». Y es que, como buen cristiano, el caballero debía demostrar contrición, entereza y aceptación en la «última jornada», pero ésta resultaba más llevadera sabiendo que el recuerdo de sus hechos de armas y sus amores perduraría más allá de su muerte.