La escena se repetía cada primavera en todos los grandes puertos pesqueros de Vizcaya, Guipúzcoa y Labourd, el territorio del País Vasco francés. En abril, aplacados los grandes temporales del invierno atlántico, los capitanes reunían a sus tripulaciones y daban orden de largar amarras. Decenas de naos partían a alta mar a la caza de la ballena, el tipo de pesca en el que la marinería vasca gozó de indisputado predominio en toda Europa durante siglos.
En la Edad Media, los balleneros vascos recorrían las costas del golfo de Vizcaya y del Cantábrico, hasta Asturias y Galicia, en expediciones que duraban varios meses. Sin embargo, a principios del siglo XVI, tanto ellos como los franceses, ingleses y holandeses habían esquilmado las aguas cantábricas de gran parte de las ballenas que antaño las frecuentaban. Los ejemplares de ballena franca, también llamada «ballena de los vascos», eran cada vez más escasos, y su caza, a bordo de modestas chalupas o pinazas, quedó reducida a un complemento más de otras pesquerías de bajura.
En busca de los cetáceos, los vascos se aventuraron, a bordo ahora de recios galeones, en aguas cada vez más septentrionales: primero el mar de Norte, luego Islandia, hasta que en las primeras décadas del siglo XVI, aprovechando la conquista de América por la monarquía española, alcanzaron un territorio que resultaría sumamente propicio: las costas de Canadá; concretamente la península de Labrador y la isla de Terranova, bautizadas por los vascos como Ternua.
En busca de las ballenas
La travesía por el Atlántico duraba alrededor de un mes, hasta que arribaban a la entrada septentrional del golfo de San Lorenzo, el estrecho de Belle Isle. Allí la costa disponía de fondeaderos naturales donde los marinos podían instalar estaciones de procesado compartidas por varios barcos, en una zona que se hallaba en plena ruta de migración estival de las ballenas hacia el sur. Uno de estos fondeaderos fue localizado por los arqueólogos en la década de 1970 en Red Bay, con los restos de una nao donostiarra hundida en 1565.

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El artista Abraham Speeck representó en este óleo de 1634 una estación ballenera danesa de las islas Svalbard.
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Una vez en tierra, los tripulantes ponían todo a punto en el fondeadero para las distintas tareas relacionadas con la caza de la ballena. Los carpinteros aprestaban las chalupas que se emplearían en la pesca, algunas de las cuales se habían dejado sumergidas desde la temporada anterior.
Unos reparaban los hornos en los que se fundía la grasa de la ballena mediante grandes vasijas de cobre, mientras los toneleros se dedicaban a montar los toneles en los que se almacenaría la grasa, con las duelas que se habían traído plegadas desde Europa. Terranova y Labrador eran tierras yermas que apenas si proporcionaban leña para calentarse y pocas especies de caza; todo lo demás, incluidas las tejas para las cabañas y la arcilla para reparar los hornos, había que llevarlo cada año a bordo de los galeones.

Abraham Storck Whaling Expedition
Expedición ballenera, óleo del pintor holandés Abraham Storck realizado en 1690. Rijksmuseum, Amsterdam.
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Los atalayeros escrutaban las aguas para divisar a los cetáceos. Cuando éstos aparecían, los marinos se subían a las chalupas, seis u ocho hombres en cada una, y se lanzaban a su captura. Era éste el momento culminante de la expedición, el que requería un legendario despliegue de coraje. Los marinos utilizaban arpones que llegaban a medir dos metros y medio, forjados con el apreciado hierro de Vizcaya.
Combinando destreza y fuerza, el arponero tenía como objetivo atravesar con el arpón la dura piel del animal. Cuando lo lograba, la ballena se sumergía arrastrando el bote e iniciando así una dura batalla. Al emerger de nuevo, los coletazos de la ballena podían dar al traste con las chalupas, mientras los marineros, acercándose, trataban de clavar al animal unos arpones especiales denominados sangraderas.
El riesgo de que el animal, herido de muerte, se revolviera contra los marinos era grande. Por fin, víctima de las heridas y el agotamiento, la ballena «sangraba por las narices», es decir, emitía un chorro de sangre por el orificio nasal (espiráculo) en la parte superior de la cabeza, signo de que estaba a punto de perecer.
Beneficios millonarios
Tras su muerte, la ballena era remolcada hasta el fondeadero, donde se la amarraba al costado de los galeones para proceder a su despiece. Los hombres cortaban su piel en tiras que llevaban a tierra a bordo de las chalupas para fundir su grasa en las grandes marmitas de cobre. Era un trabajo duro y maloliente, pero los beneficios compensaban con creces el esfuerzo y las penalidades. El aceite resultante, refinado por un proceso de decantación, era embarcado en las naos en barricas de 16 arrobas, unos 200 litros.

Fotherby Watercolor Whalers Boiling Blubber For Oil
Los lardos de grasa se troceaban y se llevaban a los hornos balleneros, en los campamentos de los fondeaderos. Las grandes tiras de grasa de ballena se fundían en las calderas a fin de obtener aceite que se almacenaba en toneles, listos para embarcarlos
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Una nao de tamaño medio, de 400 toneladas y 100 hombres de tripulación, podía embarcar 1.200 barricas del apreciado aceite, así como una buena cantidad de barbas de ballena. Los beneficios eran enormes para hombres y armadores, de hasta 4.000 ducados por barco (unos 690.000 euros, atendiendo a la cotización actual de la plata). Durante el apogeo de la actividad marinera vasca en Terranova, se calcula que faenaban en América alrededor de 30 naos y 2.000 hombres. Se estima que cruzaban el Atlántico 20.000 barricas por temporada, cuatro millones anuales de litros de aceite. No es exagerado decir que ésa fue la primera industria en la historia de Norteamérica.
Las campañas balleneras duraban hasta bien entrado el otoño, y en ocasiones se prolongaban hasta el invierno. En la primera fase se cazaban las ballenas francas, mientras que en otoño se presentaba la oportunidad de cazar la ballena polar en su migración desde el Ártico. Los marinos aprovechaban el período intermedio para reparar las naves y las instalaciones de los fondeaderos, cazar y, también, comerciar con los indios locales.

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Cabeza de arpón inuit fabricada con marfil de morsa, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.
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Excepto algunos enfrentamientos con los inuit (esquimales), las relaciones de los vascos con los indígenas de Terranova fueron siempre pacíficas, en particular con los montañeses micmac e innus. Éstos estaban encantados de intercambiar sus productos, sobre todo pieles de foca, y no tenían inconveniente en subir a bordo de las naos e incluso ayudarles en la caza de la ballena. Hasta surgió un vocabulario común que mezclaba términos de la lengua vasca y la algonquina, la propia de los indígenas de la zona; algo parecido ocurriría también en Islandia.
El lento declive vasco
Los galeones debían partir antes del temido cierre de los hielos, para no quedar atrapados. Por ello, en diciembre a más tardar abandonaban los fondeaderos e iniciaban la travesía de regreso. Si se demoraban, la expedición podía terminar en tragedia, como sucedió en la invernada de 1576, en la que perecieron alrededor de 300 marinos.
Sin embargo, desde principios del siglo XVII, el sector ballenero vasco cayó en un lento declive. Las monarquías española y francesa usaron las embarcaciones vascas en las guerras que mantenían entre sí y, además, surgió una dura competencia en la pesca de altura por parte de ingleses y holandeses, que se instalaron en Terranova y Labrador decididos a capitalizar el lucrativo comercio de los productos de ballena. De hecho, los países del norte contrataron a balleneros vascos para que les enseñaran su arte a la hora de cazar y procesar los productos.

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Flota ballenera, óleo sobre tela de Jacob Feyt de Vries, siglo XVII, palacio de Skokloster, Håbo.
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Durante el siglo XVII, las naos vascas se mantuvieron aún activas en Terranova, aunque cada vez más se centraron en la pesca del bacalao. La última ballena fue cazada en la barra de Orio, el 14 de mayo de 1901, por unos pescadores que portaban viejos arpones oxidados y dinamita. Habían olvidado el arte de sus célebres antepasados.