Durante los siglos XVII y XVIII, los bailes de sociedad se convirtieron en una de las aficiones preferidas de las clases elevadas españolas. Solían celebrarse en casas particulares, con ocasión de festividades públicas, sobre todo las de Carnaval. Un libro publicado en 1720 describe "doce bailes famosos" que se organizaron durante un Carnaval en varias mansiones nobles de Barcelona. Según recoge el historiador James Amelang en su libro Ciudadanos honrados de Barcelona, todos seguían un protocolo parecido.
Cada "sarao" (era el término que se utilizaba entonces) empezaba con un tiempo dedicado a charlar y tomar chocolate caliente, otra moda del momento. Luego seguía una ronda de danzas galantes, a cargo de actores profesionales, que también interpretaban una breve escena de mimo o de comedia castellana. A continuación empezaba el baile general, en el que los invitados bailaban danzas como las alemandas, minués o las sardanas catalanas. Por último, un actor que encarnaba a Carnaval invitaba a todos al sarao del día siguiente, normalmente en un palacio próximo.
Una compleja coreografía
Los bailes de carnaval se hicieron cada vez más populares. Con el tiempo ya no se celebraban tan sólo en casas privadas, sino en grandes espacios, como el teatro del Príncipe en Madrid. Eran bailes de máscaras y disfraces que empezaban a las diez de la noche y se alargaban hasta muy entrada la madrugada. Había mostradores con helados, licores, chocolate, café, té, bizcochos, dulces, todos "a precios moderados", y también comida: sopa, caldo, asado, huevos, pastas y fiambres.
Había mostradores con helados, licores, chocolate, café, té, bizcochos, dulces, todos "a precios moderados".
Las autoridades trataron de reglamentar una diversión que podía desbordarse muy fácilmente. La entrada estaba vigilada por guardias y estaba prohibido que las parejas se aislaran en los palcos, usándolos a modo de "privados". Dentro de la sala de baile había cuatro directores provistos de un "bastón muy alto" con el que regulaban el desarrollo de las danzas. Estos directores eran los denominados "bastoneros", lo cual nos indica que lo que se bailaba en esas ocasiones eran las danzas elegantes de moda en toda Europa: minué, pasapié, amable, contradanza, rigodón, gavota, alemanda... La más célebre de todas era el minué, popularizada en la corte de Luis XIV. Era un baile por parejas, lento, ceremonioso y delicado.

Una pareja baila un minué. Grabado de 1725.
Una pareja baila un minué. Grabado de 1725.
Foto: PD
Otros bailes podían ser muy complejos, en particular la contradanza, que desbancó al minué como baile más apreciado. En la contradanza participaban ocho, dieciséis y hasta 32 parejas, todas dirigidas por el bastonero, que marcaba el ritmo y atendía a la orquesta, formada generalmente por músicos ciegos que tocaban la guitarra, violín, flauta, oboe y hasta trompas y violas.
Fin de las formalidades
En la segunda mitad del siglo XVIII, sin embargo, los bailes franceses empezaron a perder atractivo. Resultaban demasiado formales y controlados, al menos si se los comparaba con algunas danzas de origen popular español que se hicieron célebres en todo el país y también entre las clases elevadas. Un viajero francés testimoniaba este contraste.
Algunas danzas de origen popular español se hicieron célebres en todo el país y también entre las clases elevadas.

Bailando un fandango en Portugal. Grabado de 1797.
Bailando un fandango en Portugal. Grabado de 1797.
Foto: Cordon Press
Hallándose en Barcelona asistió a un "baile de familia", consistente en una sucesión de bailes franceses: "Primero hubo los minués. Todo el mundo estaba triste y peripuesto. Un personaje grave, el bastonero, los hacía bailar, los hombres a un lado, las mujeres al otro. Pero en el momento en que iba a abandonar esta aburrida reunión, los minués cesan, se oye una guitarra unida a un violín, y una pareja de jóvenes bailarines empezó un fandango, marcando la medida con unas castañuelas. De inmediato se desvaneció el aburrimiento, los hombres se unieron a las mujeres, todo se animó, jóvenes y viejos, tías y sobrinas, y todos seguían la irresistible melodía castañeteando y taconeando".
Pasión por el baile
Por toda la sociedad se extendió una auténtica fiebre por el baile. En los barrios populares de las grandes ciudades se organizaban fiestas al efecto en casas particulares. Un sainete de Ramón de la Cruz, titulado El fandango de candil, evoca la moda de los "bailes de candil", como se llamaba a estas fiestas nocturnas iluminadas con sencillas lámparas: "Es que son bailes de fama / los de casa de mi prima: / lo menos tiene guitarra, / violín y bandurria, y toda / llena de asientos la sala; / y no es como en otras partes, / que convidan con fanfarria / a los fandangos, y luego / son cuatro descamisadas / y dos pares de piejosos, / que nenguno tiene gracia / para tocar un estrumento".
En los barrios populares de las grandes ciudades se organizaban fiestas al efecto en casas particulares.
Por las noches había quien se paseaba en busca de una casa con baile como si fueran clubes nocturnos: "Pues bien puede usted mirar / si hay baile en alguna casa / conocida, porque a mí / me han asaltado unas ansias / terribles de ver bailar", dice un personaje del mismo sainete.
El escandaloso fandango
Los bailes más famosos eran el bolero, el fandango y la seguidilla. Los tres eran bailes de parejas, con música de guitarra y castañuelas. En los dos primeros casos eran parejas individuales, mientras que la seguidilla se bailaba por cuatro parejas al tiempo que un cantante entonaba estrofas de cuatro versos con estribillo. La característica común de todos ellos era su sensualidad, sobre todo en el fandango.

Dos parejas de bailarines con trajes goyescos bailan un fandango en España. Pierre Chasselat. 1810.
Dos parejas de bailarines con trajes goyescos bailan un fandango en España. Pierre Chasselat. 1810.
Foto: PD
Giacomo Casanova, el célebre libertino veneciano, se quedó maravillado al ver un fandango durante su viaje por España. Le parecía el baile "más seductor y más sensual que exista. Es indescriptible. Cada pareja, hombre y mujer, no hace más que tres pasos, y tocando las castañuelas al son de la orquesta adopta mil actitudes, hace mil gestos de una lascivia que no admite comparación. En ellos se expresa el amor, desde que nace hasta su fin, desde el suspiro de deseo hasta el éxtasis del goce. Me parece imposible que tras semejante danza la bailarina pudiera negarle algo a su pareja, porque el fandango debe de llevar a todos los sentidos la excitación del placer".
A Giacomo Casanova, el fandango le parecía el baile "más seductor y más sensual que exista".
Algunos se mostraban menos entusiastas ante esta afición por el baile. Beaumarchais, el célebre aventurero y autor teatral francés, quedó muy sorprendido durante su estancia en Madrid en 1764 por la moda del fandango, que calificaba de "baile obsceno". Al verlo admitió: "Yo, que no soy el hombre más púdico, me sonrojo hasta las cejas», escribía a un corresponsal. A Beaumarchais también le parecía indecente que en Nochebuena las iglesias madrileñas se convirtieran prácticamente en salas de baile, con «los monjes bailando en el coro con castañuelas".
Crítica de los intelectuales
Otro escandalizado fue Cadalso, que en sus Cartas marruecas (1789) recordaba su encuentro con un joven caballero andaluz que lo llevó a su cortijo, donde se habían reunido unos amigos que al día siguiente debían ir de cacería. Pasaron la noche "jugando, cenando, cantando y hablando", y también viendo los bailes de unas gitanas invitadas para la ocasión.

Fandango en California en el siglo XIX. Grabado coloreado. 1891.
Fandango en California en el siglo XIX. Grabado coloreado. 1891.
Foto: Cordon Press
"El humo de los cigarros, los gritos y palmadas del tío Gregorio, la bulla de todas las voces, el ruido de las castañuelas, lo destemplado de la guitarra, el chillido de las gitanas sobre cuál había de tocar el polo (un baile típico andaluz) para que lo bailase Preciosilla, el ladrido de los perros y el desentono de los que cantaban, no me dejaron pegar los ojos en toda la noche", dice el sufrido escritor, que se dolía de la mala influencia que estas diversiones ejercían sobre la juventud de buena clase social.
Cadalso se dolía de la mala influencia que estas diversiones ejercían sobre la juventud de buena clase.
También el intelectual ilustrado Jovellanos advertía contra la «miserable imitación de las libres e indecentes danzas de la ínfima plebe» y clamaba contra bailes procaces como la tirana, abogando en favor de otras danzas más "púdicas" como el minué o la polaca. Pero era una batalla perdida. El pueblo y las clases elevadas habían consagrado un gusto por los bailes españoles que ya no decaería y que se convertiría, con el flamenco, en una seña de identidad.