TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST
A finales del siglo XVIII, las autoridades del Reino Unido se enfrentaban a un acuciante problema: la saturación de las cárceles. El riguroso sistema de justicia británico castigaba con duras penas de prisión la más ligera sustracción de alguna propiedad, incluso una manzana, por lo que cada año había miles y miles de nuevos penados. El crecimiento del número de pobres en las grandes ciudades, donde se estaba desarrollando la incipiente revolución industrial, no hacía sino estimular la criminalidad y la consiguiente represión. Por ello no es de extrañar que las cárceles estuvieran saturadas. Holgazanes y ladronzuelos de poca monta –que eran mayoría– se mezclaban indistintamente con asesinos, en condiciones deplorables tanto de habitabilidad como de trato.
Para los gobernantes británicos, la mejor solución consistía en enviar a una parte de los condenados a algún lugar remoto para que se convirtieran allí en colonos. En las décadas anteriores habían cumplido esta función las colonias de Norteamérica, como Maryland, donde en virtud del Acta del Transporte (1718) se había concentrado un buen número de los penados que sobraban en la metrópoli. Pero el estallido de la revolución norteamericana a partir de 1775 puso fin a esta posibilidad. La ley Hulk (1776) estableció que los penados serían acomodados en simples barracones, no creados específicamente como prisión, así como en barcos en desuso, pero se trataba de un parche que no podía resolver el problema a medio y largo plazo.
En esta tesitura, y tras un ensayo fallido en tierras de África occidental, el gabinete del primer ministro lord North consideró una tierra de deportación alternativa: Australia. En 1770, el marino James Cook había recorrido las costas australianas en su célebre primer viaje de exploración y de aquella expedición había resultado un informe en el que se valoraba la posibilidad de colonizar el territorio. Joseph Banks, biólogo de la expedición, se refería en el informe a un puerto natural que presentaba condiciones ideales para crear una colonia de nueva planta, con los elementos suficientes como para garantizar la habitabilidad y supervivencia de la población. Lo habían bautizado como Botany Bay (Bahía Botánica), debido a la gran cantidad de especies vegetales que albergaba, y, según Banks, estaba destinado a ser el núcleo de la colonia de Nueva Gales del Sur.
Joseph Banks, biólogo de la expedición, se refería en el informe a un puerto natural que presentaba condiciones ideales para crear una colonia de nueva planta
En busca de la cárcel ideal
En los años siguientes se formularon varios planes de colonización, en los que se valoraba el interés comercial e incluso militar de un establecimiento permanente en el hemisferio sur. Pero lo que empujó finalmente al gobierno a enviar una expedición a Australia fue el problema de los presidiarios. De este modo, cuando en mayo de 1787 zarpó desde Londres rumbo a Botany Bay la llamada «primera flota», seis de sus once barcos estaban repletos de penados.
Tras un largo y accidentado viaje, con intento de motín a bordo incluido, el convoy llegó a Australia en enero de 1788. No tardaron en darse cuenta de que los informes de Banks eran excesivamente optimistas: Botany Bay no era un vergel, ni reunía las condiciones mínimas para albergar una colonia penitenciaria. En primer lugar, el puerto no tenía el calado suficiente para acoger barcos de envergadura media, y además se trataba de una tierra infértil, con muy poca agua potable.
Arthur Phillip, jefe de la expedición y futuro primer gobernador de la colonia, dio la orden de continuar la navegación hacia el norte, siguiendo la línea de la costa, hasta dar con una zona más acorde con las necesidades reales de la flota. Pocas millas después alcanzaron un lugar que cumplía con todas las expectativas. Lo llamaron Port Jackson, aunque pronto sería conocido como Sidney, en honor a Thomas Thownshend, lord Sydney, el ministro que había impulsado la expedición.
Los primeros años de la colonia fueron desastrosos. Siguiendo las órdenes de Londres, Phillip envió a una pequeña parte de los penados a la isla de Norfolk, 1.500 kilómetros al este de Australia, en prevención de un avance de Francia, cuyo gobierno también estaba interesado en la región. Sin embargo, la metrópoli no había previsto que, dada la extracción social eminentemente urbana de la gran mayoría de los deportados y las espantosas condiciones del viaje, Phillip se iba a encontrar sin brazos útiles con los que construir de cero una colonia. Cientos de hombres habían muerto en la travesía, y otros tantos estaban enfermos y malnutridos, de forma que eran incapaces de trabajar.
Sobrevivir en la colonia
La indisciplina y las condiciones inhumanas en las que vivían los presos eran otro problema. Los hombres se vieron obligados a construir su propio refugio entre los malos tratos de funcionarios y capataces, estos últimos también penados, que eran utilizados por las autoridades como carceleros.
Ante la improductividad y el hambre, el gobernador Phillip se vio obligado a solicitar con urgencia suministros a la metrópoli. Londres tardó en responder a la llamada; al fin y al cabo, sólo era una colonia-vertedero, donde el Reino Unido arrojaba sus desechos sociales sin miramientos, lejos de miradas indiscretas. Para cuando llegó una pequeña flota con alimentos –que apenas cubrieron las necesidades más básicas– Nueva Gales del Sur se encontraba al límite del fracaso. Tanto, que en Londres se llegó a debatir si merecía la pena rescatarla.
Eran viajes infernales, en los que llegó a ser habitual ocultar la muerte de un preso para poder repartirse su ración de comida
A pesar de los problemas, el gobierno continuaba enviando cautivos a Australia. Los presos llegaban por miles. Hombres y mujeres se hacinaban en las bodegas de los barcos, unos junto a otros, sin tener prácticamente la oportunidad de respirar aire puro en toda la travesía, que duraba meses, a excepción de momentos en que se les permitía subir a cubierta, siempre dentro de los límites de un recinto vallado. Este ambiente favorecía la propagación de enfermedades que, como el tifus, el cólera o la fiebre amarilla, provocaban muertes masivas. En el tercer viaje, por ejemplo, una buena parte de los transportados ya eran cadáveres cuando arribaron a Australia y otros murieron al poco de llegar. Eran viajes infernales, en los que llegó a ser habitual ocultar la muerte de un preso para poder repartirse su ración de comida y en que eran frecuentes los castigos corporales contra unos reclusos ya muy debilitados.
Prostitutas y niños
Junto a hombres adultos había ancianos y mujeres. Estas últimas, en su mayoría, terminaban abocadas a la prostitución, tanto en la colonia como en el propio viaje, para poder subsistir. Y también había niños, ya que el código penal inglés consideraba susceptibles de sufrir la pena de deportación a los mayores de nueve años. El gobierno pagaba a los armadores por preso transportado, con independencia de que estuviera vivo o muerto, por lo que era de suponer que, como así ocurría, no se fueran a gastar demasiado en su mantenimiento.
Una vez en tierra, los presos útiles fueron utilizados para trabajos forzados: en la construcción de caminos, puentes y edificios oficiales, así como en las labores agrícolas y ganaderas tan necesarias para el despegue de la nueva colonia. Nueva Gales del Sur fue prosperando y comenzó a crear sus propias rutas comerciales, lo que atrajo a cada vez más colonos libres, cada uno de los cuales tenía derecho a un número determinado de presos para su propio servicio. También éstos, no obstante, obtuvieron la libertad y contribuyeron a fundar una nueva nación en Oceanía.