Abel G.M.
Periodista especializado en historia y paleontología
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“Se llaman celtas a los pueblos que habitan cerca de Massalia, en el interior del país, cerca de los Alpes y a este lado de los Pirineos. A los que están establecidos encima de la Céltica en las partes que se extienden hacia el norte, por toda la costa del Océano bordeando los montes Hercinianos, y a todos los pueblos que se extienden desde allí hasta la Escitia, se les conoce como galos. Sin embargo, los romanos, que incluyen a todos los pueblos bajo una denominación común, los llaman a todos ellos galos. […] Habiendo hablado con detenimiento suficiente de los celtas, cambiaremos nuestra narración a los celtíberos, sus vecinos. En otros tiempos estos dos pueblos, los íberos y los celtas, guerreaban entre sí por la posesión de la tierra, pero cuando más tarde arreglaron sus diferencias y se asentaron conjuntamente en la misma, y acordaron matrimonios mixtos entre sí, recibieron la apelación mencionada.”
El historiador Diodoro Sículo, que vivió en el siglo I a.C., presentaba así en su obra Biblioteca Histórica a los habitantes de la tierra que se llamó Hispania. Diodoro ofrece una visión compartimentada de los pueblos ibéricos, pero esta frontera era en realidad más difusa de lo que pensaban los romanos: los estudios modernos han demostrado que entre estos pueblos existían relaciones complejas de comercio e intercambio cultural, especialmente en áreas de cultura mixta como la Celtiberia.
La arqueología ha sacado a la luz numerosos restos -principalmente cerámicas y armas- que se encuentran en lugares muy alejados de su cultura de origen, demostrando la existencia de una red de comercio entre pueblos distintos. Este comercio se veía favorecido por el hecho de que las diversas culturas de la península poseían recursos y tecnologías diversas que se complementaban las unas a las otras: los celtas, por ejemplo, eran expertos en la metalurgia y fabricaban herramientas y armas para otros pueblos, pero obtenían las materias primas de los turdetanos, cuyas tierras eran ricas en metales.
No obstante, las transacciones se veían limitadas por dos carencias importantes. La primera era que muchos de estos pueblos no conocían la moneda y tenían que recurrir al trueque, lo que explica que el levante peninsular sea mucho más variado en hallazgos arqueológicos, puesto que allí los fenicios y griegos introdujeron el concepto de dinero. La segunda era la ausencia de carreteras hasta la llegada de los romanos, motivo por el cual el negocio se basaba fundamentalmente en la artesanía y otros productos no perecederos, como el comercio de armas a cambio de pieles con los pueblos del norte.

Escudo celtíbero
Escudo celtíbero de bronce del siglo V o IV a.C. hallado en la necrópolis de El Cuarto - La Muela de San Juan (Griegos, Teruel). Museo Arqueológico Nacional de España.
Foto: Dorieo
Intercambios culturales
La guerra era otro modo importante en el que estas culturas se relacionaban entre sí. Tanto celtas como íberos -los dos principales grupos a mediados del primer milenio a.C.- eran pueblos guerreros y, especialmente durante los periodos de migración, competían por el control del territorio. La agricultura era de subsistencia y un núcleo urbano necesitaba controlar una serie de poblados periféricos para asegurar una cantidad de alimento suficiente; los celtas, en particular, tenían fama de belicosos y de realizar con frecuencia razias contra sus vecinos.
Como indica Diodoro Sículo -si bien se basa en fuentes anteriores-, los matrimonios mixtos servían para forjar alianzas y treguas entre pueblos vecinos. Aunque generalmente se producía un proceso de aculturación -es decir, la mujer entregada como esposa adoptaba las costumbres del pueblo al que pasaba a pertenecer-, con el paso del tiempo algunos rasgos de la cultura de origen empezaban a ser absorbidos por la de destino. Este fenómeno se puede percibir en la progresiva penetración en la península de elementos orientalizantes, introducidos por los fenicios y griegos a través de su contacto con los íberos; y se manifestaba sobre todo en el ámbito religioso, con la difusión de prácticas como la cremación de los difuntos y la introducción de elementos como las urnas funerarias.
Pero sin duda el cambio más importante que se produjo fue la introducción de la moneda en el ámbito íbero y celtíbero, facilitando el intercambio entre ambas culturas y dando un impulso importante a sus respectivas especialidades: la metalurgia celta producía herramientas agrícolas que mejoraban la producción y la cerámica íbera permitía almacenar los excedentes para el comercio en recipientes más grandes y resistentes. La llegada de los cartagineses en el siglo V a.C. supuso además un incentivo para la producción de armas y bienes de lujo.
Finalmente, la conquista romana desequilibró las relaciones entre los pueblos ibéricos: los íberos se romanizaron rápidamente, reduciendo su necesidad de productos celtas y convirtiéndose en un objetivo apetecible para los saqueos, lo que proporcionó a los romanos un motivo para proseguir su conquista hacia el interior de la península.