La abdicación de Diocleciano en el año 305 es un evento único en la historia del Imperio romano. Ningún otro emperador había abandonado antes el poder por su propia voluntad, para gozar de un confortable retiro y morir en paz. En lo sucesivo, tan sólo la abdicación de otro emperador, Carlos V, en 1556, tendría un impacto comparable. Como sucedió con este último, al renunciar al cargo Diocleciano puso fin a un largo reinado de 22 años que había cambiado totalmente la faz del Imperio romano.
Desde que fuera aclamado emperador cuando tenía 40 años, aquel hombre de linaje oscuro, nacido en la ciudad iliria de Salona (Split), se había enfrentado a constantes desafíos: intrigas palaciegas, inestabilidad política y económica, frentes de guerra abiertos en las fronteras orientales y occidentales, rebeliones que amenazaron la unidad del Imperio... De todos había salido airoso; sus sonados triunfos en los campos de batalla de Persia, Gran Bretaña, África, Egipto y las fronteras danubianas eran motivo de celebración. Además, había emprendido reformas de calado con la intención de estabilizar el Imperio, entre ellas una reorganización administrativa de las provincias, una reforma monetaria y un nuevo sistema fiscal.
A finales del año 303, Diocleciano, que como emperador de Oriente tenía su residencia habitual en Nicomedia –la actual Izmit, a orillas del mar de Mármara, en Turquía–, asistió en Roma a las celebraciones de su vigésimo año de reinado: desde los tiempos de Marco Aurelio, ningún otro emperador había conseguido mantenerse en el trono por tanto tiempo y con una fortuna tan favorable. Diocleciano pudo admirar entonces los venerables monumentos del pasado de Roma a los que él había añadido unas vastas termas (aún hoy en pie), arcos triunfales y estatuas con su efigie en el Foro de Roma. El soberano siempre aparecía envuelto en una imponente pompa imperial que ponía una distancia infranqueable frente a sus súbditos. Adornado con vestidos de seda recamados en oro y espléndidas joyas, era el «descendiente de Júpiter» (Iovius), una remota y casi intangible figura equiparable a los dioses. Lo acompañaba una legión de burócratas y soldados a su servicio, e imponía a quienes se aproximaban a su persona un elaborado protocolo cortesano, incluida la genuflexión.
El emperador deja el poder
Su estancia en Roma, sin embargo, no fue totalmente satisfactoria. El pueblo romano seguía caracterizándose por su libertad de palabra, por un irreverente ingenio con el que denigraba a sus gobernantes en coplas y pasquines. Diocleciano lo sufrió en sus propias carnes y, temeroso de una revuelta y con el ánimo abatido, decidió abandonar la ciudad de repente y volver a Nicomedia. Hizo el viaje en lo más crudo del invierno, con lo que el frío y las lluvias no hicieron sino agravar los achaques de salud que sufría. A su llegada, se encerró en su palacio, en silencio, mientras el pueblo rezaba por su pronta recuperación y cundía el pánico ante la posibilidad de que falleciera. Cuando al fin se presentó ante su corte, su aspecto era casi irreconocible y estaba visiblemente trastornado. Algunos interpretaron que la enfermedad del emperador era un castigo divino, pues un año antes había promulgado un edicto contra los cristianos y había ordenado que fueran perseguidos.
Diocleciano se había dado cuenta de que el Imperio romano era demasiado grande para ser regido por un solo hombre. Hacía tiempo que había decidido compartir el poder y había escogido a sus compañeros más leales para actuar como brazos ejecutores de sus designios, pero ahora sus energías estaban agotadas. «Ya he trabajado bastante –reflexionaba–, ya he tomado las medidas necesarias para que el Estado se conserve incólume durante mi reinado. Si sobreviene alguna adversidad, la culpa no será mía». Así, tomó la decisión repentina (y quizá poco meditada) de abandonar el poder y retirarse del mundo para que otros perpetuaran su legado. La ceremonia de abdicación se celebró formalmente en una gran explanada de Nicomedia. Diocleciano se alzó de su trono ante la multitud, manifestó su deseo de retirarse, se despojó de la púrpura imperial, subió a un simple carruaje cubierto y atravesó en silencio las puertas de la ciudad ante el estupor de los allí presentes. No se le volvería a ver más en público. El carruaje le llevaba de vuelta a su ciudad natal, Salona (la moderna Split, en Croacia).
El palacio del emperador
En Salona, Diocleciano se estaba construyendo desde hacía tiempo un soberbio palacio. Parecía una fortaleza, con gruesas murallas y torres formidables que custodiaban la entrada del complejo, que tenía el Adriático por foso. Desde allí, deambulando por una amplia galería porticada que se abría sobre la costa, el emperador podía divisar a lo lejos cualquier nave que se acercara hasta el embarcadero. Ya en el interior, el visitante ocasional se encontraba con una verdadera «sinfonía en piedra» que combinaba la grandiosidad de una próspera ciudad mediterránea, con grandes avenidas porticadas y edificios nobles, y la elegancia de una fastuosa villa imperial llena de lujosos mosaicos.
Obreros, artesanos, medios de transporte y animales de carga de medio mundo habían acudido como refuerzo para que todo estuviera listo antes de que llegase el emperador. No se escatimó en gastos: la mayoría de los edificios nobles del palacio se revistieron con la piedra caliza de las canteras de la cercana isla de Brac (Brattia), con su blanco de deslumbrante pureza, pero también se importaron columnas enteras que fueron arrancadas de templos egipcios, mármoles griegos del Proconeso y de Caristo, así como piezas de pórfido y de granito procedentes de las canteras de Asuán y de los yacimientos a orillas del mar Rojo. Todo se incorporó a la decoración de los peristilos y pórticos monumentales del complejo palacial. Para custodiar el que sería el Mausoleo de Diocleciano se trajeron incluso tres esfinges cuyas basas recordaban las victoriosas campañas de los faraones mediante intrincados jeroglíficos.
Un amargo final
Aun estando rodeado de lujo, Diocleciano se empeñaba en cultivar una imagen de sencillez. Cuando uno de sus sucesores le rogó que volviera al poder, le contestó: «¡Ojalá pudieras ver las hortalizas que cultivo en mi palacio con mis propias manos! Seguro que jamás me habrías hecho tal proposición». Pero lo cierto es que su retiro no discurrió tan plácidamente como había esperado. La espiral de disensiones y de guerras civiles en la que se precipitó el Imperio tras su renuncia, con los cuatro tetrarcas que lo sucedieron disputándose la supremacía, terminó golpeándolo a él mismo. Los tetrarcas Licinio y Constantino, olvidando que se lo debían todo, renegaron de él. Incluso las estatuas del emperador fueron derribadas. Su esposa Prisca y su hija Valeria permanecieron en Tesalónica con el esposo de la segunda, Galerio; tras la muerte de éste, Maximino, el nuevo emperador, quiso casarse con Valeria, pero ella se negó, con lo que sus propiedades fueron confiscadas y ella y su madre se vieron condenadas al destierro.
Abandonado por todos, Diocleciano deambulaba por su palacio con ánimo abatido, viendo cómo sus súplicas eran inútiles. Humillado por los ultrajes cometidos contra su familia y sintiendo que a las amenazas de sus antiguos socios, ahora enemigos, pronto seguirían los hechos, decidió acabar con su vida con honor. Unos dijeron que ingirió un veneno y otros que se ahorcó; pero la opinión mayoritaria fue que simplemente se dejó morir de inanición, lleno de tristeza y remordimientos en ese palacio en el que había decidido aislarse.
Diocleciano vivió 68 años, casi diez en su retiro final. Por una ironía del destino, el mausoleo del último gran perseguidor de los cristianos es ahora la catedral de Split; y la propia ciudad ha crecido hasta el punto de esconder las vastas estructuras palaciegas entre casas, mercados e iglesias. Sin embargo, aún permanece allí el recuerdo de este emperador, tan conocedor del alma humana y sus flaquezas que tal vez por ello prefirió cuidar de su jardín antes que volver al poder.
Para saber más
Diocleciano y las reformas administrativas del Imperio. Gonzalo Bravo. Akal, Madrid, 2011.
Decadencia y caída del Imperio romano. Edward Gibbon. Atlanta, Vilaür, 2012.