Desde la vuelta al mundo de Magallanes y Elcano, concluida en 1521, numerosos navegantes españoles se adentraron en las aguas de Asia oriental para explorar los archipiélagos de las Molucas, Filipinas y Japón. Ésta era una zona atribuida a Portugal por el tratado de Tordesillas de 1494, que separaba las tierras reservadas a la colonización de portugueses y españoles mediante una línea imaginaria que discurría de norte a sur, ubicada a 370 leguas al oeste del archipiélago de Cabo Verde. Pero existían dudas sobre el punto exacto por el que pasaba la línea y los españoles, preocupados por el monopolio portugués del comercio de las especias orientales, aspiraron a afianzarse en la región. Enviaron, por ello, nuevas expediciones para asentarse en la zona: García de Loaysa (1525), Álvaro de Saavedra (1528), López de Villalobos (1543)... Todos partieron de la costa occidental de México siguiendo una ruta larga, pero relativamente rápida y segura, a través del océano Pacífico.
Sin embargo, las incursiones hispanas en Asia oriental se enfrentaban a un grave inconveniente: la dificultad devolver directamente hacia México. Las corrientes marinas y los vientos hacían imposible retornar siguiendo la misma ruta en línea recta de la ida. Saavedra lo intentó dos veces (1528 y 1529), al igual que dos marinos de la expedición de Villalobos (1543 y 1545), pero todos fracasaron y debieron volver a España por la India y luego siguiendo las costas africanas hasta doblar el cabo de Buena Esperanza.
El fraile explorador
En la década de 1550, mientras las autoridades españolas eran cada vez más conscientes de la necesidad de encontrar una ruta de vuelta que uniera Asia y América, un nombre sonaba como el único capaz de una hazaña semejante: el del guipuzcoano Andrés de Urdaneta, una de las máximas autoridades en navegación oceánica. A los 17 años se había embarcado en la expedición de Loaysa, lo que hizo que permaneciera casi diez años en el Asia oriental. Durante ese tiempo destacó por sus dotes de mando y su espíritu de aventura; también estudió las lenguas indígenas –como el malayo–, los secretos de navegación de los nativos y la meteorología local. Al ver cómo sus compañeros fracasaban al intentar atravesar el Pacífico de vuelta a Nueva España (México) intuyó que había que buscar una ruta alternativa.

De vloot bij Acapulco, 1615 Aquapolque (titel op object) Afbeeldinghe van Aquapolque met sijn verklaringe in wat manieren die gevangen Spaignaerts geransonneert zijn, RP P OB 80 309
Barcos en el puerto de Acapulco, grabado de la Historia Americae, Theodore de Bry, 1602.
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Urdaneta volvió a España en 1535, a través de la India y África. Dos años después marchó a América, donde desempeñó diversos cargos en la administración. Tras experimentar una crisis espiritual, en 1553 se ordenó fraile agustino, pero ello no apagó su deseo de volver al Extremo Oriente. Se ganó la confianza del virrey de México, Luis de Velasco, a quien aseguró, sin un ápice de jactancia, que «él haría volver no una nave, sino una carreta».
En 1559, Felipe II aceptó la sugerencia del virrey Velasco, que proponía organizar un nuevo viaje al Pacífico. Todos los detalles se mantuvieron en riguroso secreto para no alertar a los portugueses, asentados en las Molucas. Durante un lustro se aprestó una armada bajo los requerimientos de Urdaneta. El mando de la expedición se encomendó a Miguel López de Legazpi, mientras que la dirección náutica quedaba en manos del agustino.
La marcha a las Filipinas
El 21 de noviembre de 1564, la flota, compuesta por cinco navíos y 380 hombres, zarpaba del puerto mexicano de Navidad. Cinco días después, Legazpi abrió las órdenes del rey, que les conminaba a navegar hasta Filipinas para después intentar la ruta de vuelta, el tornaviaje. Urdaneta se sintió engañado, ya que creía que las Filipinas pertenecían a Portugal en virtud del tratado de Tordesillas y su conquista por España le causaba escrúpulos morales. Aun así, continuó; su único afán era determinar el viaje de vuelta. Como decía Felipe II en las órdenes: «Lo principal que en esta jornada se pretende es saber la vuelta, pues la ida se sabe que se hace en poco tiempo».

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Iglesia de San Agustín en Paoay, Filipinas. Con la llegada de Andrés de Urdaneta y cuatro frailes más se inició la misión agustina en las islas.
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El 21 de enero, Urdaneta anunció la pronta arribada a la isla de los Ladrones (las Marianas); en efecto, a la mañana siguiente se avistó la isla y él mismo reconoció las velas de los nativos. De este modo, Urdaneta demostró su pericia náutica y puso coto a las burlas de los pilotos, quienes pensaban haber rebasado ya las Filipinas. El 13 de febrero, tras navegar 7.623 millas, arribaron a Filipinas. Una vez establecidos en el archipiélago y tras diversas vicisitudes, Legazpi fundó Cebú, la primera población española en las islas.
Urdaneta, por su parte, se dedicó enseguida a preparar el tornaviaje. Durante cuatro meses se ocupó de aprestar la nao San Pedro y elegir a los doscientos hombres que le habían de acompañar. Un tercio de la tripulación eran guipuzcoanos a los que ya conocía. Eligió como pilotos a Esteban Rodríguez y Rodrigo Espinosa (autores de unos diarios que constituyen la fuente fundamental para reconstruir el periplo), y como comandante a Felipe Salcedo, nieto de Legazpi, de tan sólo 18 años, pero de demostrada lealtad y madurez. La responsabilidad de la navegación recayó enteramente en Urdaneta, quien se hizo acompañar de otro agustino, Andrés de Aguirre. Consciente del largo e incierto viaje, Urdaneta embarcó víveres para ocho o nueve meses.
El navío zarpó de Cebú el 1 de junio de 1565. Legazpi acompañó a Urdaneta durante una legua, tras la cual el agustino se internó en la miríada de islas que componían el archipiélago filipino. Recalaron en un último islote donde, según Esteban Rodríguez, se aprovisionaron de cocos en abundancia y, al fin, pusieron proa a mar abierto.
En el vasto océano
El día 9 de junio, Rodrigo de Espinosa anotó en su diario que habían llegado «donde se remata la Isla Filipina». A partir de entonces, la San Pedro navegó en mar abierto ayudada por el monzón de verano, rumbo noreste. El día 21 avistaron un farallón del que se apartaron, precavidos ante sus peligrosos rompientes. Se trataba de Okino Tori, a 20º de latitud norte. El piloto escribió: «Parecía un barco que estaba surto». Este peñón, que se asemejaba a una vela, sería el último atisbo de tierra que verían antes de llegar a América.

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Porcelana de época Ming, con la representación de un dragón. 1573-1620.
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Urdaneta buscaba alcanzar los 39º de latitud. Según sus cálculos y su conocimientos, a esta altura se encontraba una corriente marina, hoy conocida como Kuro-Shivo, que le impulsaría rápidamente hacia América, ayudado, asimismo, por los vientos favorables. En dos ocasiones, Urdaneta dio la orden de variar el rumbo bajando a los 32º para después retornar a los 39º. Lejos de ser una equivocación que alargaba innecesariamente el viaje, sin duda Urdaneta buscaba comprobar la longitud. Los pilotos, que a la ida se rieron de Urdaneta, asombrados ahora ante su pericia, hicieron suyas también las ordenes del fraile: «Y así pareció al Padre Prior y a mí que fuésemos gobernando al sudeste», anotaron.
Durante la larga y monótona travesía algunos hombres enfermaron, como era costumbre en estos viajes. Pero Urdaneta se había mostrado previsor. Antes de zarpar hizo acopio de legumbres y de gran cantidad de cocos, fuente de la vitamina C que es necesaria para prevenir el escorbuto, la plaga de la marinería en la época (la cifra de víctimas por esta enfermedad solía rondar el 45 por ciento de las tripulaciones). Durante la travesía sólo murió un diez por ciento de la tripulación, y no por esa enfermedad. De hecho, cuando el 18 de septiembre avistaron la isla de Santa Rosa, en California, Urdaneta no consideró necesario desembarcar para repostar víveres ni hacer aguada. El 8 de octubre de 1565, después de quince días de navegación a vista de costa, la San Pedro hizo su entrada en Acapulco. Tras de sí quedaban cuatro largos meses de travesía. Se había logrado lo imposible, se había descubierto el tornaviaje.
El Galeón de Manila
La consecuencia directa de la gesta de Andrés de Urdaneta fue la apertura de la ruta comercial entre Filipinas y Acapulco. Desde entonces, España se abasteció de especias, sedas, porcelanas y un sinfín de géneros exóticos procedentes de India, China y todo el sureste asiático, mientras exportaba a Asia telas, municiones y –sobre todo– metales preciosos. Productos y pasajeros embarcaban una vez al año en Manila, arribando a Acapulco tras cuatro o cinco meses a través de la ruta abierta por Urdaneta. El Galeón de Manila se mantuvo en servicio hasta marzo de 1815, cuando zarpó el último barco. La apertura del canal de Suez, que permitía navegar directamente de España a Manila en menos de dos meses, y el advenimiento del vapor terminaron con la ruta que había marcado un hito en la historia de la navegación moderna.