En los últimos años del siglo XVI y primeros del XVII circularon muchas historias de misteriosos alquimistas que aparecían por distintos lugares de Europa. Todos ellos aseguraban ser posesores del mayor secreto que encerraba la alquimia: el de operar la transmutación, esto es, convertir en oro metales como el plomo, el mercurio o el estaño, sirviéndose para ello de una sustancia llamada piedra filosofal. Los relatos buscaban convencer a los escépticos de la verdad de semejante hazaña, y ensalzaban la figura del alquimista triunfante que gracias a las transmutaciones exitosas mejoraba su situación material y su estatus social de manera fulgurante.
Cronología
Ciencia y magia en Praga
1571
El futuro emperador Rodolfo II deja Madrid tras ocho años de formación en los que ha sido testigo de la afición de su tío, Felipe II, por la alquimia.
1584
Rodolfo II recibe en audiencia, por primera y última vez, al mago inglés John Dee, quien no obtendrá ningún favor del soberano.
1593
Edward Kelley, compañero de aventuras de John Dee, pierde cualquier crédito «alquímico» ante el emperador y es hecho prisionero.
1594
El polaco Michael Sendivogius entra al servicio de Rodolfo II,para quien trabaja ala vez como alquimista
y como diplomático.
1609
Michael Maier, autor de la obra Atalanta Fugiens, es nombrado conde palatino, sin ninguna protección imperial. Nunca fue recibido por Rodolfo II.
Ciertamente, no todos lo lograban. Hubo también alquimistas que no cumplieron lo que prometían, perdieron toda su fortuna y murieron en la pobreza, incluso torturados y ahorcados por el patrocinador desengañado. Así le sucedió al timador Marco Bragadin. Haciéndose pasar por hijo de un famoso militar, también llamado Marco Antonio Bragadin, captó la confianza de los senadores de Venecia presentándose como el único alquimista capaz de fabricar oro. Bragadin se paseaba por las calles de la ciudad rodeado de políticos aduladores y logró engañar a la todopoderosa República de Venecia durante varios años, hasta que el enredo no dio más de sí y Bragadin marchó a intentar engañar a Guillermo V de Baviera, quien, más impaciente, lo mandó decapitar en 1591.
Además de los patricios venecianos, fueron muchos los potentados que se interesaron por la alquimia en esos años, como el elector Federico V del Palatinado, Mauricio de Hessen-Kassel, el conde Ernesto III de Holstein-Schauenburg, Cosme de Médicis en Florencia, el conde palatino Ricardo de Simmern... Esta auténtica fiebre por la alquimia cundió especialmente entre los príncipes protestantes. Todos ellos y muchos más abrieron las puertas de sus palacios y mantuvieron encendidos los hornos de sus laboratorios a la espera de la llegada de algún alquimista. Se llegaban a firmar contratos donde el fracaso se pagaba con la vida. Así murieron, entre otros, Anna Zieglerin a manos del duque Julio de Braunschweig-Wolfenbüttel en 1574; Georg Honauer en 1597, a manos del duque Federico de Württemberg, o el ya citado Marco Antonio Bragadin en 1591.

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Nombrado emperador en 1576, Rodolfo II, a los 24 años, pasó casi todo su reinado recluido en el castillo de Praga. Abajo, busto en bronce del soberano. 1609. Colección privada.
Foto: bridgeman / ACI
El emperador alquimista
Con todo, el príncipe que ha pasado a la historia por su afición a la alquimia en esas décadas fue Rodolfo II de Habsburgo, hasta el punto de que se ha creado un auténtico mito en torno al «emperador alquimista». Sin duda, la alquimia fue una (sólo una) de las facetas más llamativas y espectaculares de la corte que Rodolfo creó en Praga, donde residió durante la mayor parte de su reinado, hasta su muerte en 1612. Bien es cierto que la alquimia se desarrolló junto a las ciencias más eruditas y las prácticas mágicas, y que todas convivieron sin estridencias durante bastantes años.
Rodolfo II de Habsburgo es el príncipe que ha pasado a la historia por su afición a la alquimia.
Y esto es lo realmente fascinante. ¿Cómo pudo ser que el mayor defensor de la Contrarreforma en el centro de Europa, el impulsor del catolicismo frente a la amenaza protestante, permitiera que la magia, la astrología, el ocultismo y la alquimia coexistieran junto a grandes pintores como Arcimboldo, grabadores tan notables como Edigius Sadeler, astrónomos de la talla de Kepler o los mejores matemáticos de su tiempo, como Tycho Brahe? ¿Qué tipo de corte fue aquélla, que atrajo al mismísimo John Dee, el famoso mago alquimista cortesano de Isabel I de Inglaterra, o donde alguien fue a vender al emperador el más enigmático manuscrito de todos los tiempos, el Códice Voynich, que aún no ha sido descifrado?
Visitas de magos
Rodolfo II estaba personalmente interesado en la alquimia y tenía un laboratorio alquímico funcionando en el Castillo de Praga. Se ha llegado a decir que cobijó en su corte a unos doscientos alquimistas. Sin embargo, esta percepción puede que sea un poco exagerada. No hay constancia de que el emperador empleara o financiara alguna vez a la larga lista de médicos seguidores de Paracelso, «adeptos herméticos» o transmutadores de oro generalmente asociados a su corte. Muchos de ellos, a lo sumo, lograron alguna audiencia.
Tal fue el caso del inglés John Dee. Precedido de una gran popularidad, el emperador lo recibió el lunes 3 de septiembre de 1584. Dee le pidió, como no podía ser de otra forma, su tutela y cuidado a cambio de promesas alquímicas. Pero Rodolfo no quedó muy impresionado y al acabar la audiencia se limitó a decir: «Parece que no oye bien… y mira que he hablado despacio». El inglés insistiría innumerables veces en obtener el patrocinio del emperador, pero fue en vano.

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Rodolfo II devolvió a Praga el estatus de corte real que había tenido con los reyes de Bohemia en los siglos XIV y XV. En la imagen, iglesia de Nuestra Señora del Tyn y, al fondo, la de San Nicolás.
Foto: Pavel Rezac / Alamy / aci
Igual ocurrió con Edward Kelley, el llamativo compañero y médium espiritual de Dee. Su fama de nigromante y timador le precedía por sus «hazañas» en Polonia, de donde llegó a Praga. El «polvo rojo» con el que transmutaba se hizo tan famoso que llamó la atención del emperador. El 28 de marzo de 1588 hizo una transmutación pública delante de, entre otros, Octavio Misseroni, joyero de Rodolfo II y experto en oro. Pero nada ocurrió, quedando como otro falsario, por lo que fue encerrado durante dos años. Luego siguió sacando dinero por hacer sus «polvos rojos» hasta que, de nuevo encerrado en un castillo cerca de Praga por sus fechorías, acabó envenenándose y murió el 1 de noviembre de 1597.
También se ha escrito mucho sobre la relación entre Rodolfo y el no menos famoso médico y alquimista Michael Maier, autor de Atalanta Fugiens, una composición musical acompañada de grabados repletos de simbología alquímica de una belleza insuperable. A pesar de contar con varias distinciones, como la de médico imperial, sirviente, caballero y conde palatino, obtenidas el 19 de septiembre de 1609, Maier nunca llegó a ser recibido por el emperador, por lo que acabó yéndose en busca de mejor fortuna a la corte de algún príncipe protestante del Sacro Imperio.
El admirado Sendivogius
Un caso muy diferente es el del polaco Michael Sendivogius. Fue uno de los tres alquimistas, junto al inglés Edward Kelley y el escocés Alexander Seton, que el paracelsista Andreas Livabius consideraba capaces de hacer la piedra filosofal. Sendivogius es, hoy en día, uno de los más famosos y respetados alquimistas de todos los tiempos. Elaboraba un aceite rojo que, según se decía, transmutaba fácilmente. Su fama y su leyenda empezaron ya en vida. Según consta, era un noble adinerado que actuaba como diplomático del rey de Polonia. Su propio secretario y administrador llevaba su tintura roja en una caja dorada adosada al pantalón. Él sí que llegó a ser el alquimista favorito de Rodolfo II. Incluso Maier lo reconoció como el gran adepto de su era y uno de los doce más grandes alquimistas de todos los tiempos. Sus escritos, especialmente su Novum lumen chymicum, constituyeron un desconocido e inesperado éxito editorial, siendo leídos con fervor por los estudiosos de la alquimia
y los filósofos naturales durante los siguientes doscientos años.

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Este puente sobre el río Moldava, construido en el siglo XIV, da acceso a Malá Strana o Ciudad Pequeña de Praga.
Foto: Shutterstock
Ningún otro supuesto miembro de la «corte alquímica» de Rodolfo II fue formalmente empleado y contratado por el emperador. Pero Sendivogius sí, y durante dieciocho años. A pesar de ello, poco se conoce de su relación con el soberano. Sólo han sobrevivido al paso del tiempo dos cartas que envió a Rodolfo II y otras dos que envió a Hans Popp, secretario imperial y hombre de confianza de Rodolfo. Por una de ellas, fechada el 10 de febrero de 1597, sabemos que Sendivogius estaba irritado con el monarca porque llevaba esperando dos meses para revelarle su secreto sobre cómo se hacía la piedra filosofal, a cambio de la exagerada cifra de 5.600 táleros. En la carta, el polaco exigía que, en caso de que muriera repentinamente y se probara que su método era cierto y válido, se compensase a sus herederos con un vasto territorio (Libochovice), que incluía un magnífico castillo y diecisiete pueblos alrededor.
Gracias al reciente descubrimiento de una segunda carta con la misma fecha sabemos que Sendivogius ya había dado a Rodolfo II un «aceite especial» y que el emperador le insistió en que quería aprender a hacerlo por él mismo. Sabemos también que tanto el polaco como Edward Kelley, que se conocían de antes, tenían una tintura metálica en forma de aceite. Hemos de suponer que dicho aceite llegó, directa o indirectamente, a Rodolfo. Pero éste nunca le pagaría lo que el polaco le pidió, sino que le prometió «unas valiosas piedras de mineral», que no sabemos si llegaron a sus manos. Así, un despechado Sendivogius decidió abandonar sus negocios imperiales e introducirse en el círculo alquímico del mercader Luis Koralek, donde al parecer hizo algunas transmutaciones con su aceite rojo. Esta vez tuvo suerte y «transformó» en plata unas pepitas de hierro. Convencido de ello, el mercader hizo que le pagaran 5.695 táleros, que llegaron a su destino el 16 de octubre de 1597.
Sendivogius decidió abandonar sus negocios imperiales e introducirse en el círculo alquímico

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Este conjunto de instrumentos alquímicos fue descubierto en un antiguo edificio de Praga en 2002. Hoy se expone en el Museo de
la Alquimia de la ciudad.
Foto: shutterstock
Centro de cultura alquímica
Rodolfo II fue, pues, menos crédulo y más prudente de lo que se nos ha querido vender cuando trataba con alquimistas que le querían vender sus productos. Sin embargo, no se ofrecería una imagen completa sobre este asunto si olvidáramos dos cuestiones más. La alquimia no era más que una actividad experimental encerrada en una búsqueda espiritual. Unía una metalurgia muy práctica con una metafísica muy especulativa. Y todo esto fue lo que entró en conjunción en la corte de Praga. En efecto, en las tierras de los Habsburgo había muchísimos estímulos para la química aplicada: minas y explotaciones mineras, especialmente en Hungría, afamadas en toda Europa por los extraños fenómenos observados en ellas; médicos entusiasmados con las técnicas iatroquímicas de Paracelso, o señores de la guerra como Albrecht von Wallenstein, hambrientos de oro.
En las leyes más generalmente aceptadas de la alquimia, toda materia, de cualquier reino que fuese, se componía de dos elementos: azufre y mercurio. Y esta idea siempre estuvo presente en el concepto de la formación de los metales. Sobre todo gracias a Martín Ruland el Joven, un practicante del arte de hacer la piedra filosofal y autor de un texto muy celebrado desde su primera edición: su Diccionario de alquimia, que ponía un poco de orden en los conceptos que se usaban. Por cierto, que también estuvo un tiempo al servicio de Rodolfo II.

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Este óleo del pintor flamenco Mattheus van Helmont muestra cómo los alquimistas eran a la vez experimentadores y eruditos que vivían entre libros. Siglo XVII.
Foto: spl / age fotostock
No menos importante, por fin, es la parte especulativa. Unir alquimia, misticismo y teología, más allá de católicos y protestantes, en una suerte de conocimiento universal o Pansofía estuvo muy de moda desde los años del emperador. La influencia de Rodolfo II y su corte llegó hasta bien avanzado el siglo XVII por toda Europa. Desde sus sucesores en el cargo, pasando por los «corresponsales» mandados por la Royal Society para comprar y traducir prácticamente todos los textos, y acabando con un (no tanto) sorprendente interés por la alquimia de Robert Boyle o Isaac Newton, son buenos ejemplos de la presencia que alcanzó la alquimia en la mal llamada «Revolución Científica».
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Sendivogius y el mercader alquimista.
Foto: bridgeman / aci
Luis Koralek, rico mercader de Praga, reunió en su casa durante el reinado de Rodolfo una gran biblioteca de textos de alquimia y mantuvo un laboratorio alquímico por donde pasaron varios supuestos alquimistas a los que pagaba y que componían su círculo de adeptos del Gran Arte. Entre ellos se contaron los famosos Oswald Croll y Michael Sendivogius. En un momento dado, Koralek sufrió una profunda depresión y se volvió alcohólico. Ni las medicinas a base de perlas y corales del espagirista (médico alquímico) Croll, ni el saber de Sendivogius pudieron remediar su mal y Koralek murió en 1599. La familia llevó a Sendivogius a los tribunales como responsable de su muerte.
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Felipe II. camafeo de 1557 atribuido a Jacopo da Trezzo. Palacio Pitti, Florencia.
Foto: AKG / ALBUM
A finales del otoño de 1563, Rodolfo, que tenía entonces once años, llegó a Madrid junto a su hermano Ernesto para acabar su educación bajo
la tutela de su tío Felipe II. Ambos pasaron en España ocho años en los que se dedicaron a los estudios humanísticos al tiempo que aprendían la práctica de la música y la danza, la caza y las armas. Además, Rodolfo pudo ver los laboratorios de destilación instalados en Aranjuez, con expertos traídos desde Flandes, pues Felipe II mostró gran interés por patrocinar experimentos de alquimia. En España conoció también a Juan de Herrera, seguidor acérrimo de la doctrina de Ramón Llull, que abogaba por un conocimiento universal o Pansofía.
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Callejón de oro, en el recinto del Castillo de Praga.
Foto: Alamy / ACI
Una de las principlaes atracciones turísticas de Praga es su famoso callejón o calle de los alquimistas. Se dice que en sus casas estuvieron trabajando buscadores del elixir, del oro potable y de la piedra filosofal al servicio del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Rodolfo II. Allí se establecieron con sus laboratorios, hornos, alambiques, redomas y retortas. No hay visitante de la ciudad que se precie de ello si no ha paseado por dicha calle. Pero, a pesar de la actual fama de esas pequeñas casas, no hay constancia documental de que allí hubiera alquimistas trabajando. En realidad fueron la residencia de los soldados del Cuerpo de Guardia Imperial, famosos por sus trajes amarillos.
Este artículo pertenece al número 202 de la revista Historia National Geographic.