En el año 331 a.C., en su marcha victoriosa contra el Imperio del Gran Rey persa Darío III, Alejandro Magno llegó hasta los confines de Egipto. El conquistador macedonio, que tuvo que emplear todos sus medios militares para someter a las ciudades de Palestina –sobre todo Tiro y Gaza–, penetró en el país del Nilo sin resistencia. En la fortaleza fronteriza de Pelusio, el sátrapa o gobernador persa, Masaces, salió a su encuentro para entregarle el poder y el tesoro de sus arcas, unos 800 talentos. Alejandro prosiguió su avance al frente de su ejército hasta la ciudad de Menfis, la capital tradicional del Bajo Egipto, donde hizo su entrada triunfal aclamado por las gentes.
Para gran parte de los egipcios, Alejandro aparecía como un libertador. Desde la conquista de Egipto por Cambises en 526 a.C., el dominio persa había provocado gran resentimiento, sobre todo por sus exacciones fiscales y su desprecio a las creencias nacionales egipcias. Las rebeliones fueron constantes y, de hecho, desde 404 a.C. se formaron sucesivamente tres dinastías egipcias que lucharon contra los persas, hasta que en 343 a.C., apenas diez años antes de la llegada de Alejandro, el último faraón independiente de Egipto, Nectanebo II, fue expulsado por Artajerjes.
En Menfis, Alejandro se cuidó de mostrar su veneración a los dioses egipcios, rindiendo honores a Apis, el toro sagrado. A cambio fue reconocido como legítimo faraón y entronizado según el rito tradicional con el apoyo del pueblo y de los sacerdotes. Pero el nuevo faraón no permaneció muchos días en Menfis. De la capital se dirigió hacia el norte siguiendo el brazo occidental del Nilo hasta el puerto de Canopo, y desde allí progresó por la costa mediterránea hasta la aldea de Rakotis, un antiguo puesto fronterizo entre Egipto y Libia. Era un pequeño poblado situado en una lengua de tierra entre la laguna de Mareotis y la costa marina, frente a la que se situabala isla de Faros, en la que, contaba la Odisea, habían recalado Menelao y Helena al volver de Troya. En aquella franja de tierra, Alejandro decidió levantar una ciudad que llevaría su nombre y que muy pronto se convertiría en el gran puerto mediterráneo de Egipto y en la mayor metrópolis helenística: Alejandría. Se cuenta que él mismo trazó los planos de la ciudad y encargó que comenzara su construcción.

Silver tetradrachm, Lysimachos, 305 281 BC
La moneda superior muestra a Alejandro Magno tocado con cuernos de carnero, atributo del dios egipcio Amón. Siglo IV a.C. CNG coins.
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Pero entonces, mientras los obreros se afanaban en construir los primeros edificios de la ciudad, Alejandro decidió emprender la marcha hacia el oeste con el propósito de visitar el santuario del dios Amón en el oasis de Siwa y consultar su oráculo. Era una iniciativa desconcertante, pues Siwa no tenía ningún interés militar y la visita suponía demorar bastante el enfrentamiento definitivo con el rey persa Darío III, que estaba reclutando en el interior de Asia un gran ejército para vengar su derrota en Issos.
Se trataba, también, de una expedición peligrosa, pues conllevaba internarse por una gran extensión desértica hasta alcanzar el oasis, que estaba a casi quinientos kilómetros de distancia del valle del Nilo. De hecho, se decía que en el intento de alcanzarlo, el gran ejército del rey persa Cambises se había perdido, sepultado bajo las implacables arenas. Además, muchos se preguntaban qué objeto tenía consultar el remoto oráculo de un dios libio y egipcio como Amón.
El duro camino hacia Siwa
Pero el intrépido Alejandro no se arredraba ante ningún reto y emprendió sin vacilar la peligrosa expedición. En su marcha hacia el oeste por el camino de la costa recibió a una embajada enviada por los ciudadanos de Cirene con una propuesta de alianza y espléndidos regalos: unos trescientos caballos y cinco cuadrigas. Cirene era una próspera ciudad, surgida como colonia griega en la costa libia, que rendía así homenaje al conquistador de Egipto y aseguraba su frontera. Ya entonces, la flota griega dominaba las aguas del Mediterráneo.
Desde la localidad costera de Paretonio –a 265 kilómetros al oeste de Alejandría–, Alejandro derivó su ruta hacia el sur, acompañado tan sólo de algunos leales camaradas, una tropa bien escogida y algunos guías locales. Alejándose del mar, la ruta hacia Siwa cruzaba áridas extensiones de rocas pizarrosas y arenas desérticas. En su dura marcha, los expedicionarios, sorprendidos por una gran tormenta de arena, perdieron el camino y se vieron obligados a deambular sin rumbo durante cuatro días, sedientos y abrumados. Avanzaban de noche, a la luz de la luna y las estrellas, para evitar el abrasador sol diurno. Por fortuna llegaron unas breves lluvias, que fueron consideradas un milagro de los dioses.

Statuette of Amun MET DT553
El dios Amón, en una estatuilla de oro de la dinastía 22. Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.
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Se produjo luego un nuevo prodigio que pudo interpretarse como otro oportuno socorro divino. Hicieron su aparición dos serpientes, según el geógrafo Ptolomeo, o una pareja de cuervos, según contaba Calístenes en su biografía de Alejandro, para indicarles el camino. Alejandro dio al punto órdenes de seguir el rastro de los reptiles o el vuelo de los pájaros, y, al fin, gracias a esos apoyos providenciales, hallaron el anhelado oasis. Podemos figurarnos el profundo júbilo de los peregrinos cuando, después de tanta sed y tanta arena, tras ocho días entre dunas engañosas y llanuras salinas cegadoras, avistaron el vergel frondoso de Siwa, con sus prados, sus palmeras, granados y olivos, y sus fuentes, y las altas murallas y casas en medio de una hosca llanura de sal y marismas. Al fin, Alejandro tenía ante él el famoso templo, donde le aguardaba la voz profética de Amón.
Los motivos de Alejandro
Desde hacía más de cien años, el culto del dios Amón, identificado en parte con Zeus, gozaba de un notable prestigio en el mundo griego. En su origen, el oasis de Siwa fue la sede de un dios local libio, conocido como Amún, una divinidad que luego se confundió con el dios egipcio Amón, cuando los egipcios conquistaron la zona. Amón, con sus grandes cuernos de carnero, era el engendrador del universo y señor de todo lo creado.
Alojado en un templo construido doscientos años antes por el faraón Amasis, los colonos griegos asentados en Cirene y mezclados con los bereberes de la zona lo vieron como una figura semejante al Zeus Olímpico y contribuyeron a la difusión de su fama. En Cirene se alzó un gran templo de Zeus Amón y en las monedas de la ciudad se estampó la imagen del dios con cuernos de carnero. También en Esparta, en Olimpia, y en Atenas y su puerto de El Pireo se veneraba al dios de Siwa. Incluso el poeta Píndaro (que mantuvo buenas relaciones con los nobles señores de Cirene) le dedicó un poema. Sin duda, la fama y el culto de Amón habían llegado también a Macedonia.

Alley of sphinxes
Esfinges con cabeza de carnero dedicadas a Amón en su templo de Karnak.
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Fueron varios, según los historiadores antiguos, los motivos que incitaron a Alejandro a consultar el oráculo de Amón. Según Calístenes, «era una gloriosa ambición de Alejandro ir hasta Amón porque había oído que Perseo y Heracles fueron hasta allí antes». Una vez más, la emulación de las hazañas de los grandes héroes le animaba a competir con Hércules y Perseo, ambos hijos de Zeus y famosos por sus gestas en tierras lejanas. Heracles era uno de los antepasados míticos de Alejandro y su modelo constante; Perseo (que por su nombre podía vincularse al origen legendario de los persas) aparecía como un héroe que podría, en este caso, simbolizar un paladín mítico tanto de Oriente como de Occidente. Según Arriano, que se basa en Ptolomeo, compañero de Alejandro y luego rey de Egipto, Alejandro quería conocer más cosas de sí mismo, de su origen y su futuro como soberano. Tal vez uno y otro motivo se sumaron en su ánimo impulsivo, atraído siempre por su afán de ir más allá, con ese póthos o anhelo de explorar lo desconocido que los antiguos vieron como uno de sus rasgos más característicos.
Misteriosas profecías
No sabemos con precisión lo que Alejandro preguntó ni escuchó en el interior del santuario. Allí penetró solo, en su condición de rey o faraón de Egipto. Luego se mostró muy satisfecho de su visita, pero guardó un total silencio sobre lo que le fue revelado. No tardaron en correr diversas versiones sobre la consulta. Se decía que había preguntado si reinaría sobre toda la tierra y si los asesinos de su padre, víctima de una conspiración de palacio, habían recibido su justo castigo. El sacerdote respondió que reinaría sobre un imperio y que Filipo sí había quedado vengado.

Alexander called the son of Jupiter Ammon by the priest at the oracle in the Siwa oasis (1696)
Alejandro es bienvenido al templo de Siwa por los sacerdotes de Amón, quienes lo saludan como hijo de Zeus. Grabado anónimo de 1696.
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Pero lo más importante fue la declaración del oráculo de que Alejandro no era hijo de Filipo, sino del gran dios Amón, aquel al que los griegos identificaban con Zeus. Según algunos, ya a la entrada del santuario el gran sacerdote lo había saludado como «hijo de Zeus» (aunque según Plutarco pudo ser una confusión lingüística: queriendo decir paidíon, «hijo» en griego, el sacerdote habría dicho: pai diós «hijo de Zeus», o eso entendieron algunos). Por otra parte, conviene recordar que en Egipto el faraón era considerado de origen divino y proclamado «hijo de Amón-Re».
Desde entonces, el monarca macedonio se presentó como hijo del gran dios y mantuvo a lo largo de los años una veneración especial hacia Amón, al que dedicó muchos sacrificios y al que, por ejemplo, mandaría consultar a la muerte de su amado amigo Hefestión. En muchas monedas de varias ciudades –y en las primeras de Egipto en tiempos de Ptolomeo–, la cabeza de Alejandro aparece tocada con los retorcidos cuernos de carnero de Amón. Al final de sus días, en Babilonia, parece incluso que Alejandro expresó el deseo de ser enterrado en el santuario del dios en Siwa.
Alejandro, el hijo de un dios
El empeño de Alejandro en presentarse como hijo de un dios aportó nueva gloria a la propaganda imperial, tal como se manifiesta, por ejemplo, en los escritos del historiador Calístenes; pero suscitó resquemores entre los macedonios de su ejército ya que, de esa forma, Alejandro parecía despreciar la figura de Filipo como su progenitor. Los veteranos macedonios, hartos y descontentos, manifestaron sus quejas y reproches en más de una ocasión; durante la campaña en la India, por ejemplo, en un gran motín al borde del río Hífasis, se negaron a avanzar y gritaron a Alejandro con sarcasmo, refiriéndose al dios Amón: «¡Ve y lucha tú solo con ayuda de tu padre!».

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Las conquistas de Alejandro extendieron el panteón egipcio por todo el Mediterráneo. El culto a Isis, uno de cuyos templos principales fue el de Filé (en la imagen), tuvo una gran difusión.
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La paternidad del dios egipcio dio lugar a una leyenda según la cual el dios habría visitado en forma de serpiente a la reina Olimpia en la corte de Macedonia, para concebir a Alejandro. De esta historia derivó más tarde la Novela de Nectanebo, según la cual el faraón Nectanebo II, tras la invasión de Egipto por los persas en 343 a.C., se habría refugiado en Pella, la capital macedonia, donde habría encontrado ocasión para yacer furtivamente con Olimpia disfrazado de Amón, o en forma de serpiente, engendrando, de este modo, al futuro conquistador de Egipto.
Alejandro Magno regresó de Siwa a Menfis por el interior, siguiendo una ruta caravanera. Permaneció unas semanas en la capital egipcia para dirigirse luego, reorganizado su ejército, hacia la batalla decisiva en el corazón del Imperio persa. En abril de 331 a.C., el rey de Macedonia salió de Egipto como fundador de ciudades e hijo del dios supremo, sabedor de su mítica grandeza y de su misión como conquistador del universo.