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Irán, el segundo shock petrolífero
Protestas en la Universidad de Teherán contra el sha Reza Pahlevi en enero de 1979, durante las revueltas que llevarían a su derrocamiento. La pancarta, donde se lee “¡Abajo con el sha, el chupasangre!”, alude a la la SAVAK, la sanguinaria policía secreta del autócrata iraní.
En enero de 1979, la dictadura prooccidental de Reza Pahlevi fue derrocada por una revolución popular encabezada por el clero islámico. La revolución islámica fue uno de los acontecimientos más significativos de la Guerra Fría, ya que alteró profundamente el equilibrio de poder en el Próximo Oriente al hacer que EE.UU. perdiera uno de los pilares de su influencia en la región. La revolución irani, además, tuvo un profundo impacto en los precios del petróleo. Por una parte, con la agitación de la revolución, la producción petrolífera iraní quedó prácticamente detenida; por otra parte, a la caída del sah le siguió una enorme incertidumbre sobre el futuro de Irán y su petróleo. Todo ello hizo que los mercados globales sufrieran la segunda gran conmoción petrolífera de la década: los precios del crudo casi se triplicaron, pasando en mayo de 13 a 32 dólares por barril.
Mientras los países industrializados sufrían las consecuencias del alza del precio del crudo (la inflación, el paro y una desaceleración económica que incluía un fenómeno nuevo: la estanflación, el estancamiento económico acompañado de inflación), los productores de petróleo conocieron una nueva era de prosperidad. Arabia Saudí, el mayor exportador mundial de hidrocarburos del planeta, se convirtió en el prototipo de los estados enriquecidos gracias al petróleo. Sus ingresos por la venta del crudo y sus derivados pasaron de 1.200 millones de dólares de 1970 a los 22.000 mil millones que ingresó durante el embargo petrolero de 1973-1974, y alcanzaron los 70.000 millones en 1979, tras la segunda crisis del petróleo. Así pues, sus beneficios se multiplicaron casi un 60 por ciento en menos de una década, y los ingresos del resto de productores árabes -Libia, Kuwait, Qatar, los Emiratos Árabes Unidos…- crecieron de forma similar.
Arabia Saudí empleó aquella súbita riqueza para acometer un programa de gasto público inédito en el mundo árabe: de 2.500 millones de dólares en 1970 pasó a 57.000 millones en 1980. Una parte significativa de esa cantidad se destinó a Defensa: en 1981 era el quinto país del mundo en gasto militar; su gasto militar per cápita era el más elevado del planeta después de EE.UU., la URSS, China y Gran Bretaña. Desde entonces, la industria militar de EE.UU. fue la beneficiaria casi exclusiva de esa política de rearme: en 2021, Arabia Saudí fue el sexto país con mayor gasto en Defensa del mundo (detrás de EE.UU., China, India, Rusia y Gran Bretaña), y casi el 80 por ciento de su armamento provenía de EE.UU. Los ingresos del petróleo habían convertido el territorio saudí en el baluarte estadounidense del Próximo Oriente, frente al Irak de Sadam Hussein y el Irán de la revolución islámica. Sin embargo, también contribuyeron a extender por el Próximo Oriente y Asia la versión más rigorista del Islam: el wahabismo. Saudíes, kuwaitíes y qataríes financiaron, bajo el signo de esta corriente religiosa, la formación de clérigos, la construcción de miles de mezquitas y la impresión de millones de ejempl