El 6 de abril de 1814 la carrera de Napoleón Bonaparte pareció llegar a su fin, tras cerca de 20 años de triunfos casi constantes en el campo de batalla, que le habían permitido crear un Imperio que dominaba prácticamente toda la Europa continental. Con gran parte de Francia ocupada por ejércitos extranjeros, despojado unos días antes de su título imperial por el Senado, encerrado en su palacio de Fontainebleau lejos de su esposa María Luisa y de su hijo, el rey de Roma, Napoleón decidió abdicar sin condiciones.
Los países vencedores pasaron a discutir qué hacer con él. Los ingleses, al igual que Austria y Prusia, insistían en alejarlo de Europa y deportarlo. Pero el zar Alejandro I lo impidió, en un gesto lleno de caballerosidad hacia un hombre que durante un tiempo fue su "hermano". La decisión final se plasmó en el tratado de Fontainebleau, que garantizaba a Napoleón la soberanía de la isla de Elba, un "pedrusco" de 223 kilómetros cuadrados situado entre Italia y Córcega. El 4 de mayo, un barco inglés lo dejó en Portoferraio, donde los elbenses lo recibieron calurosamente. Francia y Europa respiraron tranquilas al ver cómo el antiguo conquistador parecía conformarse con su nueva posición, la de príncipe de un Estado minúsculo y aislado del continente. Parecía que después de un cuarto de siglo de guerras Europa recuperaba la paz, pero la historia depende de azares que ni los más perspicaces pueden imaginar.
Primera restauración
En París, mientras tanto, el retorno de los Borbones de la mano de Luis XVIII –hermano menor del monarca guillotinado en 1793– se presentaba bajo los mejores auspicios. A sus 59 años, este hombre progresista y prudente sólo aspiraba a una restauración pacífica. Para romper con el absolutismo anterior a la Revolución de 1789 y para desmontar el poder dictatorial del emperador, otorgó a los franceses una Carta que creaba una monarquía constitucional, tomando como modelo las instituciones británicas. Los grandes principios de la Declaración de los derechos del hombre de 1789 fueron reconocidos en el código civil; y quedaba plenamente garantizada la propiedad de los bienes nacionales, expropiados a la Iglesia durante la Revolución y vendidos a muchos particulares.
Este sistema podía contentar a la mayoría de los franceses. Sobre todo porque, tras la derrota militar de Napoleón, Francia no había sido humillada por los vencedores. El país volvió a sus fronteras de 1792 (con algún añadido), recuperó su imperio colonial, y se mantuvo libre de toda ocupación militar y del pago de indemnizaciones de guerra. Talleyrand defendió con astucia los intereses de Francia en el congreso de Viena, iniciado el 1 de noviembre, que debía definir el nuevo orden internacional tras más de dos décadas de guerra. Gracias al reconocimiento exterior, Luis XVIII pudo dedicarse a la recuperación del reino y a asegurar la paz civil.
De vuelta a Francia tras dos decenios de exilio, no conocían el nuevo país surgido de la Revolución y exigían la devolución de todos sus cargos
No contaba, sin embargo, con su entorno: su propia familia, sus dignatarios y muchos de sus ministros. Todos ellos mostraron una actitud mucho menos conciliadora. De vuelta a Francia tras dos decenios de exilio, no conocían el nuevo país surgido de la Revolución y exigían la devolución de todos sus cargos y títulos, además de compensaciones a la altura de su "desgracia". El conde de Artois, hermano del rey y futuro Carlos X, fue uno de los que encarnó este espíritu reaccionario. En el gobierno de Luis XVIII convivían los ministros más o menos liberales, algunos antiguos colaboradores del emperador, con "ultras" como el conde de Blacas y el barón de Vitrolles. En la opinión pública existía un conflicto de tendencias parecido. Desde la izquierda, el filósofo Benjamin Constant temía que se tomaran medidas liberticidas, mientras que desde la extrema derecha el vizconde de Bonald exigía la persecución de los jacobinos (que aspiraban a reeditar la Revolución de 1789-1795) y de los bonapartistas. La relativa libertad de prensa favorecía la violencia verbal.
Por otra parte, el nuevo régimen pronto se enajenó la simpatía de un gran número de franceses con algunas de sus políticas. En lo religioso, la recuperación de ceremonias y de procesiones solemnes, la apertura sin control de escuelas eclesiásticas y de seminarios o el tutelaje de la universidad irritaron a los franceses de cultura "volteriana", opuestos a la interferencia eclesiástica. Aún peor fue el profundo malestar que se extendió en el ejército. Tras la guerra, 300.000 soldados habían sido licenciados y más de 15.000 oficiales se encontraban con salario reducido y sin destino. Mientras la mayoría de mariscales y almirantes se unieron a la monarquía, la fidelidad al emperador seguía muy arraigada entre los oficiales superiores, los puestos subalternos y los veteranos. Su malestar corría el riesgo de desembocar en comportamientos sediciosos o conspiraciones. Sin darse cuenta del peligro, Luis XVIII reincorporó al ejército a muchos emigrados que habían luchado contra la Francia revolucionaria y napoleónica.
Vuelta a Francia
El rey confiaba en el paso del tiempo para que, poco a poco, se diluyeran desacuerdos y rencores. Esperaba que tanto la vida privada como la pública volverían a la calma. Si hubiera sido más carismático y se hubiera paseado por su reino, habría podido luchar por ese deseo. Pero, casi inválido a causa de su obesidad y los ataques de gota, receloso de todo y de todos, desilusionado y hedonista a la vez, no salía de su palacio de las Tullerías. Todo esto supuso una decepción y jugó un papel muy importante en la decisión de Napoleón de regresar.
En Elba, Napoleón estaba muy bien informado sobre la situación en el interior de Francia gracias a sus numerosas y activas redes de espionaje. Sus agentes en Francia sorteaban la vigilancia policial mal dirigida por el ministro del Interior, Beugnot. En Italia y Austria, los hombres del ilustre exiliado operaban a sus anchas. Unos y otros le aseguraban que en cualquier momento podía producirse una revolución en Francia y que sólo tenía que presentarse como salvador para que lo recibieran con los brazos abiertos.
Aun así, la decisión de Napoleón dependía también de consideraciones personales. Una de ellas tenía que ver con sus finanzas, concretamente con la pensión de dos millones de francos anuales que el gobierno francés se había comprometido a pagarle y que había dejado de recibir. El oficial británico Neil Campbell, encargado de vigilar a Napoleón en Portoferraio, advertía a su gobierno: "Si las dificultades financieras que lo acucian duran más […] creo que es capaz de cruzar el canal de Piombino con sus tropas, o de cualquier otra extravagancia. Pero si su estancia en Elba y sus gastos están asegurados, creo que pasará aquí en calma el resto de sus días". Más angustiosas todavía eran las noticias que le llegaban a Napoleón del congreso de Viena. Allí muchos habían comenzado a pensar que la isla de Elba estaba demasiado cerca y que Napoleón podía escapar en cualquier momento. Por ello, proponían trasladarlo a un lugar de destierro más alejado, como las islas Azores o incluso la de Santa Elena, mencionada por primera vez como posible lugar de confinamiento. Algunos ultrarrealistas proponían asesinarlo.
Napoleón llegó a la conclusión de que debía anticiparse a todos estos planes hostiles. A mediados de febrero de 1815, cuando llevaba nueve meses en Elba y aparentemente sólo pensaba en introducir mejoras en la isla –ya fuera un canal de riego, un camino o un puente–, tomó la decisión de lanzarse de nuevo a la aventura (no sin antes consultarlo con su madre, Letizia, que comprendió que su hijo no podía terminar sus días "en un reposo indigno de él"). Desde ese momento, los acontecimientos se precipitaron. El domingo 26 embarcó en l’Inconstant; el 28 ya divisaba Antibes y el 1 de marzo desembarcaba muy cerca, en Golfe-Juan, con su pequeño ejército de un millar de hombres.
Retorno triunfal
Nada más desembarcar el emperador, se distribuyó una proclama de la guardia imperial: "Soldados, camaradas, hemos protegido a vuestro emperador […] os lo traemos de vuelta a través de los mares, en medio de mil peligros. Hemos atracado en la tierra sagrada de la patria con la insignia nacional y el águila imperial […]. Desde hace pocos meses los Borbones reinan, y os han demostrado que no han olvidado nada y que no han aprendido nada […] soldados del gran Napoleón, ¿seguiréis al servicio de un príncipe que fue durante veinte años enemigo de Francia?".
El mariscal Ney, que había sido uno de los generales más fieles al emperador, prometió al rey traer al usurpador "en una jaula de hierro"
Una vez en el continente, el emperador y sus hombres se dirigieron a París; el 5 de marzo fueron aclamados en Gap. Ese mismo día, se informaba por fin a Luis XVIII. El monarca mantuvo la calma, y su gobierno fingió la misma sangre fría. Creían tener el poder asegurado gracias a la fidelidad de los altos mandos.
El mariscal Ney, que había sido uno de los generales más fieles al emperador, prometió al rey traer al usurpador "en una jaula de hierro".
La marcha de Napoleón hasta la capital, el "vuelo del águila", prosiguió sin encontrar obstáculos. En Lyon, todas las instituciones civiles y militares le juraron fidelidad. En Auxerre –a 150 kilómetros de la capital–, Ney, olvidando su bravata, se echó en sus brazos. El 20 de marzo, a las nueve de la noche, Napoleón entró en el palacio de las Tullerías, abandonado a toda prisa la noche anterior por Luis XVIII para buscar refugio en Gante.
El restablecimiento del poder imperial no tomó más de dos semanas. La mayoría de las instituciones se adhirieron al emperador y la purga se limitó a unos pocos "traidores" confirmados. Napoleón se apresuró a formar un gobierno con antiguos colaboradores suyos. Era de nuevo el dueño de Francia.
Sin embargo, como testimoniaron muchos observadores, Napoleón no era el mismo. La abdicación del año anterior, con su retahíla de traiciones y de muestras de aversión popular, había dejado huella en su ánimo y ahora no se fiaba de las apariencias. "Su prodigioso retorno, circunstancia quizá la más admirable de su vida, no le hacía ninguna ilusión y le dejaba poca esperanza", escribió Barante. Al ser felicitado por su ministro del Tesoro, Molé, le respondió: "El tiempo de los cumplidos ha pasado; me han dejado llegar como han dejado partir a los otros". Y su ministro del Interior, Carnot, declaraba su sorpresa: "No lo reconozco; el audaz retorno de la isla de Elba parece haber agotado su energía; fluctúa, duda; en lugar de actuar, parlotea; pide consejos a todo el mundo".
De hecho, Napoleón tenía motivos para desesperar. Su esposa María Luisa se negó a volver a París con el hijo de ambos, frustrando así su deseo de asegurar la continuidad de su monarquía. Además, había quien intrigaba contra él desde dentro de su gobierno, como Joseph Fouché, el jefe de Policía, que ya lo había traicionado años antes.
Pese a ello, Napoleón hizo todo lo que estaba en su mano para consolidar su poder. A fin de disipar los temores de quienes lo acusaban de haber actuado como un déspota antes de su abdicación de 1814, se propuso dar un giro más liberal a su régimen. Él mismo proclamó que había vuelto del exilio con otra mentalidad: "He pasado un año en la isla de Elba, y allí, como en un sepulcro, he podido escuchar la voz de la posteridad. Sé lo que hay que evitar, sé lo que hay que querer".
Malas sensaciones
El 1 de junio, Napoleón organizó el llamado Campo de Mayo, una gran ceremonia militar para proclamar los resultados del plebiscito
El emperador recurrió a un antiguo adversario, el filósofo liberal Benjamin Constant, que elaboró un Acta adicional a las Constituciones del Imperio, inspirada, de manera velada, en la Carta otorgada por Luis XVIII, aunque concediendo mayores libertades individuales. Sin embargo, esta nueva ley fundamental no cuestionaba el poder casi absoluto de Napoleón, lo que decepcionó a muchos. Así, cuando la nueva Acta fue sometida a plebiscito, fue aprobada por 1.532.000 votos a favor y tan sólo 4.800 en contra, pero con la abstención de más de cinco millones de ciudadanos. El 1 de junio, Napoleón organizó el llamado Campo de Mayo, una gran ceremonia militar para proclamar los resultados del plebiscito, un acto tan grandioso como frío, en el que ni la burguesía ni las élites civiles y militares mostraron su compromiso.
El segundo objetivo del emperador era ser aceptado por las distintas potencias europeas, asegurándoles que no emprendería más guerras de conquista. A su regreso a las Tullerías, Napoleón multiplicó las declaraciones tranquilizadoras, aunque no todos lo creyeron: "La primero que hizo Bonaparte […] fue mostrarse como un ser inocente, un corderito sin rencor y sin mácula, amigo del universo y deseoso de estar tranquilo en su pequeño reino", ironizaba el barón de Frénilly.
No sabemos si el pacifismo de Napoleón era sincero. Sin duda, el emperador sabía que la relación de fuerzas le era demasiado desfavorable. Cuando escribió a sus "hermanos", emperadores y reyes, que "después de haber ofrecido al mundo un espectáculo de grandes combates, será más dulce no reconocer otra rivalidad que la de las ventajas de la paz", ¿por qué negarle que sentía ese deseo? En cualquier caso, la respuesta fue contundente. El 15 de marzo, los representantes del Reino Unido, Rusia, Austria, Prusia, Suecia, España y Portugal, reunidos en el congreso de Viena, declararon a Napoleón "enemigo y perturbador de la paz mundial" y lo entregaron "a la vindicta pública".
El 15 de marzo se declaró a Napoleón "enemigo y perturbador de la paz mundial" y lo entregaron "a la vindicta pública"
Aunque se trataba de una declaración de guerra en toda regla, en la práctica hubo algunos momentos de duda. El zar, que había pagado muy caras las guerras contra Napoleón, no quería volver a implicarse demasiado. En Viena, el canciller Metternich trataba de convencer al emperador Francisco I, suegro de Napoleón, que retenía consigo a su hija María Luisa y a su nieto, el rey de Roma. El gobierno inglés quería acabar con Napoleón, pero le faltaban soldados y se las ingenió para no enviar la totalidad de las tropas que se le asignaron. Pese a ello, la séptima coalición concentró en Bélgica casi 220.000 soldados.
Enemigo de la paz
Napoleón no tenía tiempo para reconstruir un ejército capaz de enfrentarse a esas tropas. Durante semanas, se dedicó a ello con su energía de siempre y logró reclutar un ejército de 120.000 soldados, incluyendo más de 20.000 jinetes, y 366 piezas de artillería. Entre sus hombres había muchos veteranos, incluidos oficiales con experiencia, pero también jóvenes menos entrenados.
El 15 de junio, Napoleón se reunía con el ejército del Norte para salir al paso de las tropas enemigas en Bélgica. Austríacos, alemanes, rusos y españoles se encontraban a las puertas de Francia, pero el emperador pensaba que la campaña estaría prácticamente ganada si derrotaba al prusiano Blücher y al británico Wellington. La primera parte de su plan fue un éxito, y el día 16 Napoleón obtendría su última victoria, ante los prusianos en Ligny. Dos días más tarde se produjo en Waterloo la batalla decisiva. El choque se mantuvo incierto durante bastantes horas y habría podido resolverse a favor de los franceses, pero acabó con su
derrota. Fue el final indiscutible de Napoleón Bonaparte. Vencido por segunda vez, el que fue el gran conquistador de Europa se entregó a los ingleses un mes más tarde para partir hacia un destierro en Santa Elena, en el Atlántico sur, del que ya no regresaría.